Recuerdos reales

Publicado el 07 agosto 2011 por Salvador Gonzalez Lopez

La noche empezaba unas semanas antes escribiendo la carta que ponía en un sobre de correo aéreo (Oriente estaba muy lejos) y la entregaba al paje real después de una larga espera al frío de diciembre.

Aquella noche a mí me hacían ir a dormir pronto, con mi padre, en la cama de matrimonio, para que los reyes no me pillaran despierto, no fuese que pasaran de largo. Hacía ver que dormía en sus brazos, temblando de nervios mientras que, al fondo, se oía el ruido de las ventanas, de los camellos y de los propios reyes. A cada sonido mi padre decía ¿los oyes? ¡ya están ahí! ¡duerme que te van a ver despierto!. Y me dormía.

Me despertaba al oír a mi hermana y mi madre gritando ¡ya han venido!, ¡vamos a por los regalos! El comedor estaba lleno de paquetes y vacío del pan, de la paja y del agua que les habíamos dejado. Nosotros no poníamos una botella de anís, como otros vecinos, pues no queríamos que los reyes acabasen borrachos y dejasen sin juguete a los demás niños o, simplemente, se cayesen al subir a otra ventana. Temblaba de pensar en el vendedor de periódicos voceando al día siguiente:

"Baltasar ingresado con rotura de peroné por culpa del anís del niño llamado Salvador"

"Gaspar declara que iniciará acciones legales"

"Los niños sin juguete de todo el mundo se manifiestan ante la casa de Salvador."

Era mejor no dejarles anís.

Nunca logré averiguar cómo subían los reyes con dos mil y pico años de edad cada uno, montados en tres camellos de igual edad (se supone), un sin número de pajes y los regalos, por una pared de veinte metros de altura.

Los reyes estaban un mal organizados puesto que en lugar de dejármelo todo en casa dejaban una parte aquí, otra en casa de mis padrinos, otra mas en casa de mis tíos y por último otra en la fábrica donde trabajaba mi padre. Lo hacían tan mal que la pelota enorme que tenía que llegar a casa de mi padrino se achicaba hasta el llanto, y en la fábrica volvían a darme el mismo regalo que en casa de mis tíos.

La bicicleta no llegaba nunca, y eso que era buen estudiante y buen hijo. El tren eléctrico tampoco. No sabía qué hacer durante el año entero para conseguir que me trajesen alguno de esos juguetes. No fue hasta que cumplí los 26 años que por fin un año me trajeron la bici y al año siguiente el Scalextric.