En estos días he recibido varios correos solicitándome entrevistas. Correos electrónicos, obvio. Ya no se puede decir “te envié una carta y el cartero la perdió”. Ahora es preferible aunque menos creíble: “No pude escribirte porque no tenía conexión”. Los tiempos y el idioma, la manera de expresarse han cambiado mucho en pocos años. Pocos, para quienes como yo, pasan de los cincuenta y dele.
Pero no quiero alejarme de la idea principal de esta entrada que es básicamente el ambiente navideño que percibo con el olor de las primeras hallacas, el plato tradicional venezolano de estas fechas; no porque yo sea muy afecta a él, que si a ver vamos, prefiero los tamales peruanos, un tanto parecidos pero de sabor diferente, lo que me lleva a alejarme un poquito de lo que quería decirles, para recordar a la negra grande y robusta que caminaba con una enorme cesta en la cabeza llena de tamales gritando: ¡Taaamaaaleeees!... ¡Taaamaaaleeees!... ¡Taaamaaaleeees!... y así iba por las noches alrededor del parque José María Eguren allá en Miraflores, ahora llamado Juan José Chumbiongo no sé a cuenta de qué. Por suerte, el traspaso de nombre del parque ocurrió mientras vivía en Venezuela porque no me hubiera acostumbrado a la nueva dirección. La calle Eguren fue emblemática, allí ocurrieron toda clase de cosas que hacen de una cuadra —porque era de una sola cuadra, justo la que daba el nombre al parque—, inolvidable. Fue el único lugar donde viví tres años seguidos, todo un récord, y tuve oportunidad de hacer algunas amistades, como la del rubio francesito que vivía una casa antes de terminar la cuadra que daba al Paseo de la República; Jean Francoise. Después me enteré de que no era francés sino sudafricano, y a fuerza de tantas tarjetas navideñas que puse bajo su puerta acabó enviándome una firmada con su puño y letra. O a Francisco, el que quería ser seminarista, que vivía en el edificio de la esquina frente al parque, y de quien me enamoré locamente sin haber cruzado una palabra con él en toda mi vidal. Mi amor se elevó a los cielos al enterarme de que estudiaba para ser seminarista. Y cómo podría pasar por alto a los hermanos Flores; eran ocho en total y vivían en un apartamento de dos pisos cuatro edificios a la derecha del mío. Recuerdo la rareza de esa familia porque el padre jamás cruzaba palabra con la madre que parecía ser la que llevaba los pantalones en esa casa, sin embargo cuando quedó embarazada la madre de Katty por novena vez, cuando ya mi amiga contaba trece años, como yo, comprendí que al menos se comunicaban por las noches.Pero sin ir más lejos, en el edificio Santa Teresita, el 177 de la calle Eguren donde yo vivía, habitaban los personajes más disímiles —y ahora, después de cuarenta años sigo pensando lo mismo—, que alguna vez conocí. En la planta baja vivía Nelly; la última vez que fui a Lima la vi y sigue viviendo allí. Era prostituta de alto vuelo, como se les decía a las mujeres de esa categoría que se dedicaban al oficio. Sin dudarlo era la más guapa de la cuadra: alta, de muy buen cuerpo, de cabello un poco debajo de los hombros y de un color de piel como la canela clara, nadie al verla podría deducir que era prostituta, pues su comportamiento, a mi modo de ver era muy decente, amable y hasta cariñoso con todo el mundo. Tenía dos hijas, una rubia y la otra morena como ella. Según la mamá de Carmen, la que vivía en el tercer piso, era lo peor que podría haber ocurrido en ese edificio tan decente: tener a una mujer de la vida viviendo entre ellos. Y lo decía a voz en grito desde la cocina que daba a un patio central adonde iban a dar todas las cocinas del edificio y donde se mezclaban todos los olores de lo que se cocinaba en cada apartamento. “¡Esa puta está otra vez sancochando ají!”, gritaba entre estertores, mientras mamá movía la cabeza mirándome con ojos de reconvención a la par que tosía por los efectos del ají. Y era cierto. Nelly, como buena norteña, además de dedicarse a la vida alegre, como todos decían, era una magnífica cocinera, lo digo con uso de razón porque probé su comida algunas veces. Pero eso de sancochar ají nunca lo pude entender si lo hacía como una receta secreta o era para joder a todos los del edificio, especialmente a las mujeres que a esa hora hacían oficios en la cocina.Y qué decir de las hermanas Nora, Viviana y Mayra. Esta última se fue de allí en cuanto se casó con un suizo que se la llevó a vivir a Europa, pero Viviana y Nora, que vivían con el padre, dueño de una estación de servicios y que murió tiempo después, se hicieron amigas de Nelly. Viviana se declaró lesbiana y terminó suicidándose porque su enamorada la abandonó y, de las tres, Nora, que era amiga mía por cuestiones de edad, declarada como la más loca de la cuadra durante mucho tiempo, terminó siendo cuerda, se casó y ahora vive en algún lugar de Lima, y hasta donde supe tenía una niña que ya debe ser una mujer adulta. Es curioso que piense en ella como si tuviera la misma edad de entonces.
De la mamá de Carmen no tengo mucho que decir, pero de Carmen… era con la única con la que mi madre me dejaba salir, porque decía que era una niña decente. Pero a mi modo de ver, una amiga más loca que Carmen no podía haber encontrado, al menos en esa cuadra. Y cuando lo digo no me refiero a las locuras que hacía, que eran bastantes, sino a que en definitiva le fallaba algo en la cabeza, como se comprobó cuando al cabo de años volví a saber de esa familia y me enteré de que seguía siendo una adolescente a pesar de tener más de treinta años. Tenía un hermano con un serio retraso mental; nació cuando yo todavía vivía allí. Los fines de semana eran los mejores. Desde la ventana de mi dormitorio podía contar los coches que se cuadraban en frente, en el parque, una larga fila en espera de Nelly. Algunas veces por las fiestas que ella hacía con otras amigas y en ocasiones porque según mamá eran sus clientes que esperaban turno. Nunca quise creerle, me parecía absurdo que los hombres hicieran fila para estar con Nelly. ¡Qué asco! Pensaba. Pero mamá parecía comprenderlo bien porque según me dijo cierto día, una tía lejana ejercía de puta en un burdel llamado “El Trocadero” y allí todos los hombres hacía fila para entrar al cuarto de las que ofrecían sus servicios.Los que no parecían sentirse ofendidos por la presencia de Nelly en el edificio eran los hombres. Al marido de mi madre le caía muy bien, eso lo sé porque Nelly siempre me decía: “Tu papá es tan buena gente, Blanquita…”; y al papá de Carmen lo vi conversando en la puerta de Nelly un par de veces, por lo que deduje que también eran buenos amigos, a pesar de los gritos de su esposa por el tragaluz de la cocina. Hasta el conserje del edificio era la mar de atento con ella. Si había que hacer algún trabajo, la casa de Nelly era la primera en ser atendida, la jardinera que daba a sus ventanas, las más cuidadas, su pasillo el más brillante de lo pulida que dejaba la entrada. Varias veces lo vi entrando a su casa con botes de pintura y brochas, así que supongo, también se ocupaba de dar mantenimiento a su casa. La mujer del conserje, sin embargo, era la única que no se quejaba de nada, parecía muy feliz con Nelly al igual que su marido. Muchos años después, en el entierro de mamá, Nelly fue a darle el último adiós, finalmente se habían hecho amigas, según me dijo, y cuando le pregunté cómo estaba me dijo con parsimonia: "Como siempre, Blanquita, trabajando".Nelly es una de esas mujeres que morirá en su ley.Pero ya me extendí hacia otros asuntos que no venían a cuento, y el olor a guisos de hallacas en el edificio se ha intensificado tanto que he tenido que poner a funcionar el extractor de la cocina, uno que instaló Henry con la finalidad de que no hubiera el más ligero atisbo de olor a comida más allá de medio metro del lugar donde se preparan los alimentos. Y lo digo en serio: creo que iría mejor en un restaurante por lo potente que es. No recicla el vapor que sale de los alimentos y lo lanza por encima de las cabezas, no. El olor, el aire caliente y el vapor se van a través de un ducto hacia la calle y es lanzado, según las propias palabras de Henry a seis metros del edificio.Esta Navidad como otra más desde hace cuatro años no estará él presente en la cena navideña. Diciembre significa para mí un mes de recuerdos y de nostalgia que cada vez se va haciendo más difusa, menos dolorosa, más acorde con mis circunstancias. Al fin y al cabo uno es como el mundo que lo rodea, es el mimetismo que como si fuera un camaleón aprendí desde pequeña por las dichosas circunstancias que rodearon mis existencia y que, ahora con muchos años más, siguen sirviéndome de escudo.Por otro lado, es difícil dejar de pensar en él. Los trescientos sesenta y cinco días del año lo tengo presente por el simple hecho de que la novela de su vida se llama La búsqueda y quiéralo o no es el libro que más éxito ha tenido de todos los que he escrito. Lo veo en Twitter, en Facebook, en Amazon, en las entrevistas que me hacen… Por cierto, ya que hablaba de correos, en estos días respondí a cuatro cuestionarios y en todos me tocó hablar de Waldek. Incluso ahora mismo que escribo estas líneas, si Henry está mirando por encima del hombro lo que escribo, sabrá que ya me he acostumbrado a llamarlo Waldushu, como su madre lo hacía. Porque deben saber, el nombre de él era Henriek Waldemar. Waldek, para su familia polaca y Waldushu, para su mamá.Queridos amigos, compañeros de camino y lectores; a todos los que me han acompañado a lo largo de un año más: ¡Les deseo una Feliz Navidad en buena compañía para los que aún la tengan, y con buenos recuerdos, para los que van quedando solos!¡Hasta la próxima, amigos!Blanca Miosi