Entre esos recuerdos, emerge con fuerza, y sus motivos pasados y presentes tiene, la figura de los hermanos Suárez Pardo: José, el mayor y Antonio el menor. Los dos fueron buenos amigos míos durante nuestra permanencia en el colegio, pero sobre todo Antonio que era de mi misma edad, José era un poco mayor, probablemente dos años.
Antonio y yo empezamos en el instituto juntos, y aunque era costumbre que una vez empezaras a estudiar en el instituto, pasabas al pabellón de los mayores, parece ser que tanto Antonio, como Dominguito, Millán y yo, no dábamos la pinta de mayores y permanecimos los cuatro en el pabellón de párvulos, con sus ventajas y sus inconvenientes. Esta experiencia compartida, que duró todo el curso, probablemente nos unió un poco más. A este grupo se unía, con vocación de liderazgo, el amigo Juan José Gil, capítulo aparte en cualquier rememoración que pueda hacer de aquella época. La relación con cada uno de ellos era fraternal, pero diferente, como supongo pasará en cualquier familia con varios hermanos.
Y hablando de hermanos. Recuerdo que los dos hermanos Suárez Pardo tendían a pelearse por cualquier nimiedad. Cuando hablo de peleas no me refiero a discusiones verbales, sino a auténtico intercambio de puñetazos, patadas, cabezazos e insultos. Me llamaba la atención que José, el mayor, que casi siempre salía perdiendo en el intercambio de golpes, a la hora de insultar a su hermano, aparte del mote, que no voy a reproducir, solía soltar con voz de trueno y mucha mala leche: ¡Hijo de puta! A lo que Antonio, partiéndose de risa, solía replicar ¡Gilipollas, que somos hermanos! Y José contestaba con cara de extrañeza: ¿Qué tendrá eso que ver? Con el tiempo, he descubierto que José tenía razón en desligar a las madres de ese insulto.
En 1991 recibí en mi casa una llamada de teléfono, se trataba de Antonio que estaba en Las Palmas por motivos profesionales y había recordado que su amigo Miguel Angel se había venido a vivir a Canarias. Consultó la Guía de Telefónica y allí encontró mi número, probó a llamar y así me localizó. Estuvo varios días aquí y pudimos compartir muchos momentos, recordar amigos, anécdotas, pero desgraciadamente no se pudo recuperar aquella complicidad que teníamos de chavales. El tiempo, mis circunstancias personales del momento y el hecho de que habíamos recorrido un trecho de nuestra vida cada uno por su lado, probablemente fueron barreras infranqueables. Tan es así, que cuando le recuerdo, siempre me viene a la mente el Antonio preadolescente y no el brigada de aviación que me visitó en Las Palmas.
Y junto con esa imagen de mi amigo Antonio, como a Jorge Manrique, me suben del corazón lágrimas de nostalgia hasta los ojos.