REFLEJOS VITALES
Semana 1
Las llaves del revisor continuaban sonando, esta vez de una forma rítmica y acompasada con el movimiento de los párpados del dormido, abriéndose lentamente, acostumbrándose a la luz de la habitación, lentamente, destilando las primeras lágrimas de la mañana.
La noche anterior había visto en su televisión una película de época, llena de elementos extraños a su tiempo, endulzados y redondeados por los efectos del polvo acumulado como el sonido de un disco de vinilo guardado durante demasiado tiempo, rígidos por el tiempo y también pudo admirar la arquitectura de los edificios en calles de adoquines, la familiaridad de sus esquinas y sus piedras encajadas y se detuvo en aquella visión por algunos momentos. Lo que más le había llamado la atención de aquellas imágenes era la forma y las facciones de los protagonistas, como el blanco y negro los había dotado de una cuarta dimensión, la de la eternidad. Ni que decir tiene que la música había revuelto todo produciendo una atmósfera irreal, densa y salteada de tensión, una tragedia en ciernes que al final se materializó en un lento resultado, los ojos del protagonista, al final, miraban a lo que no había alcanzado. El mundo analógico en su vida se había apoderado de todo poco a poco, había ensangrentado hasta el último rincón, una sangre negra y fina había penetrado en lo más hondo produciendo como descendencia a la apatía, el sentimiento de huir se le había tatuado en el alma. La culpa era de los señores de negro.
Todo el viaje, tanto el de ida como el de vuelta se realizaba completamente a oscuras en aquel tren, así no había posibilidad de recordar nada del camino, ni lugares ni nombres en postes, nada. Esa era la razón por la cual él siempre llevaba en su mochila un viejo libro de paisajes que había comprado hacia tiempo en un anticuario sólo que en este libro las fotos no eran en blanco y negro, ni siquiera en color, eran de aquel que se ve con las manos. Uno cierra los ojos para concentrarse al escuchar una canción que nos llega de alguna forma o deja de escuchar cuando algo se desliza en el campo de visión. John cerraba los ojos para reconocer las formas de aquel libro, los árboles, el monte, los animales y a su vez se imaginaba que estaban al otro lado de la ventana; había estado en multitud de paisajes, corrido por las lomas, observado los estanques y los movimientos caprichosos de los peces, acariciado caballos y en todas aquellas visiones había sido su tacto y la falta de fronteras visuales las que habían hecho el trabajo; el problema era que a falta de aquellas sensaciones se sentía sólo, sus ojos comenzaban a bucear en la negrura como queriendo encontrar algo que analizar, algún tipo de caladero sensorial en el que fondear pero no hallaba más que hileras de capas apagadas.
Ya le había pasado más de una vez que al no poder ver, por causa de la desorientación, había caído del sillón. Se había echado una manta por encima y poco a poco se fue deslizando en su duermevela hasta caer del asiento al suelo, después se había despertado sobresaltado pensando que aquello había sido una broma pesada de alguno de los compañeros de viaje pero estando ya en el suelo y escuchando el sonido de las ruedas cruzando las traviesas, había pensado que aquel bien podía ser el ambiente más acogedor en el que había estado durante los últimos meses y lo que al principio era una caída fortuita al final se había convertido en una costumbre a la que acudía puntualmente una vez que el revisor había cerrado todas las puertas. Los demás le habían visto en aquella disposición y lo sabía pero no le importaba, el haber negado su ansia habría sido una pérdida de tiempo, lo único de lo que no andaba sobrado. Sin embargo, como con todas las cosas inconexas, tarde o temprano, alguien acaba por encontrar un nexo de unión y empieza a crear ramificaciones como se extiende la raíz de una planta. Nadie le preguntó nada y él tampoco dio explicaciones pero al comienzo del segundo mes, las mantas inundaron el suelo del coche.
Editado por: Miguel Silva Morencos
Fotografía e idea: Vera Marques
Texto: Andres Jesus Mena Gallego