Cuando era joven, inocente e idealista (por ese orden) estaba convencida de que podríamos cambiar el mundo. Ese sistema que repartía la riqueza de una manera tan injusta no podría sobrevivir mucho tiempo, porque era antinatural y abusivo. Simplemente no era justo y acabaría extinguiéndose, mutando naturalmente en un nuevo orden más igualitario y equilibrado.
Han pasado muchos años desde entonces, demasiados para contarlos, y nuestro sistema sigue igual de podrido. Nunca una gangrena duró tanto sin matar el cuerpo que la soporta.
Entonces creía, igual que aquellos pensadores de la ilustración del XVIII, que el pensamiento moderno, los avances científicos y tecnológicos y el laicismo estatal (si, hasta en eso tenía esperanzas), o sea la razón humana, podría combatir la ignorancia, la superstición y la injusticia y construir un mundo mejor. Crecí con la transición, y aquella época de libertades recién ganadas supongo que influyeron en la idea de que se podía reformar el sistema poco a poco, por medio de las urnas, de las ideas y del diálogo.
Ahora creo que hace falta algo más radical, más contundente, una revolución que agite no solo conciencias, sino aquellos pilares del sistema que sustentan los peores vicios de nuestro actual sistema económico y político: corrupción, codicia, mentira… los que ostentan el poder no van a renunciar a sus privilegios así que todos los que estamos por debajo de ellos, esa gran mayoría hasta ahora silenciosa somos los que tenemos que desafiar a los que mandan, a los que lo hacen desde el poder político y económico, los que mantienen a toda costa sus prebendas, aprobando leyes que blindan sus prerrogativas, monopolios y fortunas.
Por eso no creo que se pueda reformar el sistema desde dentro, desde las actuales instituciones existentes porque están demasiado corrompidas y vendidas al poder económico y los intereses privados de unos pocos. Los que ostentan el poder político ahora acabaran situados en los sillones de los consejos de las grandes empresas mañana.
Creo ahora más que nunca que la revolución se debe iniciar desde abajo. De manera pacífica pero constante, que nuestros pequeños cambios, esos que Ana defendía, vayan transformando poco a poco a la sociedad y con ella a un sistema más justo y equitativo para todos. No hay que dejarse arrastrar por la resignación o el escepticismo, las movilizaciones sociales están demostrando que sirven para algo, ahora somos una sociedad más crítica e informada, así que no dejamos que nos manipulen con facilidad.
Podemos empezar por cambiar cosas en nuestro pequeño mundo: elegir el consumo responsable sin caer en la compulsión y el desenfreno que la publicidad nos quiere vender a cambio de una falsa felicidad, comprar en los comercios del barrio para mantenerlos vivos en vez de dar de comer a las grandes superficies y multinacionales, poner nuestros ahorros o simplemente nuestras nóminas en bancos éticos que sean transparentes y solidarios, educar a nuestros hijos para que en el futuro sean solidarios y responsables con su entorno… hay tantas pequeñas cosas.
Convencernos de que con menos se puede ser más feliz.