Anochece y vuelvo a casa. Por la parte superior de la ventana veo las luces de un avión que desciende. Me gusta cruzarme con ellos a esa altura de la autovía, cuando han iniciado la maniobra de aterrizaje y su panza con luces intermitentes ocupa casi todo el cielo encima de mí.
El avión me saca de mis ensoñaciones. Siempre que veía uno me preguntaba de donde vendría o adonde iría… con esa sensación de ligera envidia del que está atado a las responsabilidades, a las circunstancias, al tiempo… Pero hoy cuando el avión me ha sobrevolado no la he sentido.
Quizás es porque ahora mismo tengo la felicidad tan cerca de mí que sólo me apetecen las distancias cortas. Unos cuántos kilómetros para reencontrarme con el amor, los mismos que me devuelven de nuevo a los pocos días a casa, donde me espera más amor, del incondicional y absoluto.
Y hoy, moviéndome entre esos dos puntos, regresaba a casa, dejando otra casa atrás. Y siempre que hago el recorrido de vuelta, pongo la música alta e intento concentrarme en la carretera mientras mi cabeza se empeña en rebobinar, en recordar frases, miradas, sensaciones… alargando ese momento que está a punto de terminar. Y me dejo llevar por mi mente, disfrutando de estos últimos minutos, solo yo, la música y mis recuerdos.
El sonido de la llave en la cerradura hace que mi pequeño Buda se levante a recibirme. Un gran abrazo y una charla incontenida me acompañan por el pasillo. En el salón suena una guitarra.
Ya estoy de nuevo en casa. Aunque en mi cabeza todavía suena la última canción.