Una mañana la vi en la cocina de la planta once. Llamamos “cocina” al espacio habilitado para tomar café. Con su microondas, su nevera y cajones con todo tipo de cubiertos. En la oficina pasamos muchas horas y este hueco es fundamental para respirar, de vez en cuando. Te levantas, estiras las piernas y tomas un café, aunque a muchos no nos guste su sabor y nos dé algo de angustia esta sala sin ventanas.
Su figura rotunda, alta y gruesa, con hombros atléticos y tobillos inmensos me llamó la atención cuando la vi de espaldas. No era Susana. No se parecía, ni por asomo, a la menuda y esbelta Susana. Su pelo, de color rojizo y textura estropajosa, tampoco era como la melena negra y llena de bucles de nuestra anterior chica de la limpieza. Ella se movía con brusquedad. Resoplaba. Y cuando estaba yo pensando en las diferencias entre ambas, se dio la vuelta y me miró. No tardó ni un segundo en reprobarme. No le gusté. Y me hizo saberlo enseguida, sólo con el modo con el que se giró otra vez, para seguir colocando vasos en el armario. Cuando estuvo de espaldas me dijo, sin ganas:
_El suelo está mojado.
Y yo pedí disculpas torpemente, y no supe qué hacer. Llevaba mi vaso sucio en las manos. Quería depositarlo en el fregadero, pero mis pies quedaron paralizados ante la línea inexistente que ella había trazado con su determinante orden.
_No puedes pasar.
Pero el suelo se veía seco. No parecía tener ni una gota de humedad. Yo solo quería acercarme y dejar el vaso en la pila. Pero ella se giró de nuevo y no me dijo nada. Sólo me miró. Y me volví con mi vaso al despacho.
A las siete de la tarde me preparé para volver a casa. Recogí mi mesa. Ordené mis papeles y cuando estaba a punto de marchar, con el maletín a cuestas, me acordé del vaso lleno de churretes secos sobre mi mesa. Volví con él a la cocina.
El lavavajillas estaba funcionando. La pila vacía. Dejé el vaso dentro y me marché.
Al día siguiente mi vaso seguía allí. Los churretes estaban pegados. El aspecto era repugnante. Todos mis compañeros tomaban su café de la mañana, antes de ponerse a trabajar. Yo cogí mi vaso (que traje de casa, con publicidad de las galletas Digestive) y lo intenté lavar bajo el agua. Ella entró.
La mujer de hombros anchos bromeaba con mis compañeros y alguno la llamaba por su nombre:
_África, tómate un trozo de croisant con nosotros.
_Uy, no, que engorda.
_Pero si tú estás estupenda…
_¡Zalamero!
Y las risas sonaban a mi espalda mientras yo frotaba el vaso con energía.
De pronto una mano nudosa, grande y blanca, me cerró el grifo y cambió la manivela de posición.
_No se puede malgastar el agua caliente. Luego la bombona no tira y no podemos fregar los baños.
La intenté mirar a los ojos, molesto. Pero su mirada ya estaba lejos. Ocupada en amontonar los productos de limpieza de debajo del fregadero, para empezar la jornada.
Se despidió, cantarina, de mis compañeros. Yo terminé de fregar mi vaso y el café ya se había agotado. Todos se fueron cuando ella ya no estaba. Yo sequé mi vaso con una servilleta y me marché al despacho, a trabajar.
Soy contable. Me paso horas y horas cotejando asientos, verificando transferencias y gestionando la tesorería. No hablo mucho. No me distraigo. Si entro en conversación, pierdo el hilo. Además no sé de qué hablar con mis compañeros porque llevamos demasiado tiempo juntos sin conocernos. No es tiempo ya para intimar. A veces pongo un transistor sobre mi mesa y escucho las noticias. También pongo música, que me entretiene cuando el esfuerzo es mayor y no puedo despistarme. Sobre todo lo enciendo por la tarde, cuando mi despacho, al final del pasillo, se queda vacío. Mis dos compañeras se marchan, tienen jornada reducida por maternidad. Entonces me quedo solo y es cuando menos pesado se me hace el día. No tengo prisa por marchar.
África hace su ronda justo antes de que el bedel revise que todas las ventanas están cerradas y mire con reproche a quienes tienen la intención de quedarse más allá de las ocho de la tarde. Ella empuja un carrito con cajas de plástico de colores diversos, muy ergonómico, en el que lleva todos los productos que puede necesitar para su trabajo. En mi pequeño despacho nunca entra. Pasa por la puerta y no mira dentro. Yo sigo tecleando en el ordenador y en la calculadora enorme que tengo encima de la mesa.
Al poco de haber empezado su trabajo en nuestra oficina, África entró una tarde donde yo, absorto, trataba de cuadrar un balance. Desenchufó mi transistor, en el que sonaba bajito una ópera de Verdi. Levanté la cabeza y ella estaba agachada, con el culo en alto, la tela azul de la bata muy tirante, las venas de la parte de atrás de las rodillas muy gruesas y de tono verdoso. Resoplaba mientras intentaba enchufar el aspirador donde antes tenía yo mi cable conectado.
Me levanté a echarle una mano. Cuando me acerqué a su lado, pegó un respingo. Se enderezó y su altura era casi la misma que la mía. Olía fuerte, a sudor y lejía. Su respiración era más agitada y sus ojos, detrás de las gafas, se abrían como platos.
_¿Qué hace?
_Quería ayudarla.
_Si quiere ayudarme, lleve su vaso a la cocina y márchese pronto. Hasta que no se van todos no puedo repasar las ventanas.
_No tengo va… _iba a decirle, pero ya se había marchado, rauda, con el aspirador a cuestas, golpeándole en las piernas y alterando su paso. Resoplaba aún más y gruñía.
Quería decirle que no había ningún vaso en mi mesa. Todo estaba recogido. Sólo quedaba mi calculadora, el flexo desde que alumbraba la penumbra de mi despacho y la luz de la pantalla de mi ordenador. Me froté los ojos. Estaba cansado. Recogí mis cosas y con la cartera a cuestas, abrochándome la bufanda, salí de mi despacho y tomé el pasillo de la derecha. Entonces fue cuando me caí.
El aspirador estaba en medio del pasillo. Abandonado. El cable, tenso, salía del despacho de mis compañeros de Recursos Humanos, cruzando justo por delante de mí, en mi camino hacia la salida. Yo caí todo lo largo que era en la moqueta. El golpe sonó fuerte pero nadie salió a mirar, porque estaba yo solo en esta planta. Me dolía la rodilla y el hombro. Creo que al caer me apoyé mal y ahora no podía usar mi brazo para levantarme. El abrigo me daba un calor insoportable. La bufanda, bien apretada, no me dejaba respirar. Y me sentía idiota, allí tirado, en medio de la moqueta, sudando, con el hombro inmóvil y el pantalón completamente arrugado. Intenté levantarme pero se me cayó el maletín donde llevo mi periódico y mi libro para el metro. Intenté cogerlo pero se me enredó el asa en el brazo y el peso hizo que el hombro doliese aún más. Lo solté y cayó en el suelo. Se abrió y mis papeles desordenados (recibos del Ayuntamiento, algún recorte de prensa, una revista de sudokus y varios lápices desgastados) se esparcieron por la moqueta. Estuve un rato sentado y por fin me decidí a recogerlo todo. No había ni rastro de África.
Al día siguiente fui a trabajar tarde, el dolor no me dejó dormir y terminé en urgencias donde me hicieron una radiografía y me inmovilizaron el brazo. Me había luxado el hombro y tenía un esguince en la muñeca. Ahora llevaba una escayola que dejaba mis dedos al aire. Solo dos compañeros me preguntaron al verme el brazo en cabestrillo. En Recursos Humanos me insistieron mucho en que no me recomendaban pedir una baja, justo en diciembre, a punto de cerrar el ejercicio. No pensaba pedir baja, con los dedos libres podía teclear.
Lo más difícil de llevar una escayola en invierno es la incapacidad para ponerte y quitarte todas las capas de ropa que llevas encima. Mis compañeras no suelen estar en el despacho cuando yo llego. Tienen permiso para llegar tarde porque dejan a sus hijos en el colegio. Luché yo solo para quitarme el abrigo, y la bufanda. A duras penas y con la ayuda del brazo sano, conseguí recolocarme la chaqueta, y cuando ya estaba todo listo, decidí que era momento para tomar un café.
La cocina estaba vacía. Lentamente ejecuté los movimientos de costumbre, pero con menos exactitud. La rutina era la más afectada por este nuevo lastre en que se había convertido mi brazo dolorido. Cuando estaba cogiendo mi vaso del lavavajillas, África apareció por detrás y me chilló:
_¿¡Qué hace?! Estoy a punto de ponerlo en marcha.
_Está todo limpio _le respondí.
_Le digo que estoy a punto de encenderlo. Use un vaso de plástico de la máquina.
No me gustan los vasos de plástico. El café no sabe igual. El calor se pasa enseguida a las manos y no se disfruta del aroma del café del mismo modo. Me gusta el café en mi vaso de loza. Es mi única manía en los diez años que llevo en esta empresa. Quise cogerlo del lavavajillas para fregarlo a mano. Pero solo podía usar una. Abrí el grifo, puse debajo el vaso (que yo veía limpio) y traté de darle un aclarado simbólico. Ella apareció por mi lado del brazo malo y empujó, sin darse cuenta, de manera que la escayola terminó bajo el chorro de agua.
_¡Mierd…! _se me escapó, al notar la humedad en los dedos y a través del hueco que quedaba entre el yeso y mi piel. Un reguero finísimo descendía, por dentro, hasta mi codo. La sensación era mezcla de frío y cosquilleo. No me podía secar esta zona, sólo colocar el brazo hacia abajo para que el agua pudiese deshacer su camino.
África me miró escandalizada. No le había gustado mi expresión. Soltó su trapo. Se seco las manos en la bata azul y se marchó de la cocina con aire resuelto y un caminar que sugería enfado y anticipaba represalias.
A los dos minutos yo ya recogía mi vaso, que por fin contenía el café de la mañana, y con una servilleta de papel envolviendo la escayola y colándose por el hueco mojado, iba a salir de la cocina. Entonces vino él, mi supervisor. El jefe de Área.
_Gonzalo, venga, por favor, a mi despacho.
Le seguí obediente. El café humeaba y el vaso, casi a rebosar, me quemaba ligeramente la mano buena. No podía cambiar de mano y no podía soltarlo en ningún otro lugar. Mantuve el tipo con el producto humeante haciendo equilibrio. Acompañé a Don Arturo y él cerró la puerta tras él, en su despacho luminoso.
_¿Qué problema tiene hoy, Gonzalo?
_No le entiendo _respondí sin apartar la mirada del vaso inestable y ardiente.
_Parece que va Usted nervioso por ahí, faltando el respeto a las trabajadoras y frecuentando la cocina a estas horas de la mañana, cuando ya todos sus compañeros están en sus puestos.
_No, Don Arturo, no es exactamente así. Yo… he tenido un accidente y estaba tratando de ponerme un café, cuando…
_Mire, Gonzalo, Usted es ya viejo en esta casa y sabe que no somos nada estrictos con las bajas médicas o los partes de enfermedad. Si se ha lesionado, la empresa lo asumirá sin rechistar porque está Usted en su derecho, pero precisamente por eso, los empleados deberían ser más prudentes y no abusar, en su estado, de las pausas para café o descansos.
_No era una pausa, Don Arturo, he llegado del médico y ayer me marché tarde…
_No creo que sea muy maduro que empecemos a contabilizar las horas. La empresa no le pasa factura por los minutos que pierde en diferentes distracciones. Seamos profesionales y vayamos a lo que importa. Esta empresa es un lugar de convivencia y no podemos ir dando rienda suelta a nuestra frustración.
_Pero…
_Gonzalo, sé perfectamente que una situación como la suya, con la impotencia de no poderse mover fácilmente, puede irritar a la persona más equilibrada. No lo tendré en cuenta, pero hágame el favor y tenga más paciencia. Las personas subcontratadas para el mantenimiento de la oficina son personal de la misma categoría que lo es Usted. No me vaya a resultar clasista precisamente a estas alturas…
_Jamás. Yo no soy clasista, se lo puedo asegurar.
_Perfecto. Veo que nos entendemos. Ande, tome el café tranquilo y, hágame un favor personal, cuando vea a África, pídale disculpas y todo arreglado.
_¿Cómo?
_Sí, hombre. Eso a ella le dará tranquilidad y se sentirá mejor. A Usted no le cuesta nada. Dígale que lo siente.
_Pero es que yo no le he dicho nada
_ Gonzalo, no sea niño. Todos perdemos los nervios alguna vez. Cuando yo era administrativo, hace ahora ya muchos años, también tenía mis rebotes y mis enfados con el personal. Fíese de mi experiencia. Desde mi posición se ve todo con otra perspectiva. Haga feliz a esta mujer y así estaremos todos mejor. Ande. No lo piense más.
Salí de su despacho con el café frío y muchas ganas de tirárselo encima a esta persona que había ido quejándose de mi comportamiento injustamente. Jamás había tenido nadie que reprocharme nada. Diez años de cumplimiento absoluto. Una capacidad perfecta para pasar desapercibido; un perfil gris y una vida gris pero pacífica. ¿A santo de qué esta señora la había tomado conmigo? Decidí que esto tenía que aclararlo. Sin embargo, en todo el día no volví a ver a África. Ella, sus anchas espaldas y su carrito habían desaparecido de mi zona durante toda la jornada.
La siguiente vez que la vi estábamos varios compañeros en la cocina, a la hora de comer, apurando el contenido de nuestros tuppers con comida casera. El ambiente era una mezcla de olores de resultado vomitivo. La falta de ventilación de este recinto no ayuda a que el lugar resulte menos denso. Aún así, comer en la oficina sale mucho más barato que hacerlo en alguno de los carísimos restaurantes de la zona. Yo no puedo contemplar otra opción. Mi sueldo hace tres años que no sube y mis gastos, muy frugales, parece que se expanden sin que yo pueda hacer nada por contenerlos. La comida de casa es mi salvación. Me he acostumbrado y el menú resulta variado y medianamente apetecible. Con el brazo no me apañaba igual pero en aquella ocasión pude encontrar un hueco en la mesa colectiva de formica blanca. Comía en silencio. Mis compañeras hablaban de las vacaciones de Semana Santa, los niños y las guarderías. Terminé de comer, saqué un yogur de mi bolsa nevera y en un pispás había terminado. Ya había algún compañero haciendo cola para ocupar mi sitio, así que me levanté y tiré los restos de mi comida al contenedor. Me estaba dando la vuelta cuando escuché una voz familiar. No la había visto venir. Me pilló desprevenido.
_Pero ¿cómo puede ser Usted tan poco considerado?
_Me volví bruscamente, activando mi mejor defensa. Sabía que de África no me podía venir nada bueno.
_¿Qué ocurre?
_Mirad. Mirad lo que acaba de hacer vuestro compañero.
Los demás, se levantaron de la mesa y fueron, obedientes, a comprobar el motivo de mi reprimenda. Todos dirigieron la mirada al interior del cubo y levantaron la cabeza con desprecio. Alguno me miraba discreto, con un gesto sutil de rechazo en el rostro. Otros hicieron causa común con quien me regañaba.
_Desde luego, Gonzalo, no puedo entender que haya gente como tú. Por eso el planeta está como está.
No entendía nada. Me acerqué y sufrí las miradas de reproche mucho más de cerca y mucho más intensas. Al parecer mi envase de yogur estaba en el recipiente de la basura orgánica. Allí permanecía, ante la atenta mirada de todos, sobre una piel de manzana y unos restos de tomate frito. Estaba claro, el bote de yogur era mío y yo era culpable de algo muy grave.
_Lo siento, pero es que el contenedor de los envases estaba lleno.
Ahora las miradas se dirigieron todas hacia el cubo amarillo, con toda la basura a punto de desbordarse, en precario equilibrio, como una montaña artificial de plásticos y envoltorios. África agachó la cabeza, compungida.
_No doy abasto. Yo sola no puedo tenerlo todo listo en apenas ocho horas.
La plantilla se indignó aún más, si cabe, conmigo, después de que ella hundió la barbilla en el escote de su bata y corrió enseguida a cambiar la bolsa, con un alarde de movimientos difíciles, respiraciones entrecortadas y gestos de hundimiento. Mientras ella sola parecía luchar con una bolsa amarilla atroz, dos compañeras actuaron en su defensa.
_Ya te vale, Gonzalo. ¿Qué más quieres que haga la pobre? Dónde tires tu basura no depende de que tengas a un criado a tu servicio. No me digas que no sabes cambiar tú solo la bolsa…
Sus miradas eran gélidas. Sus manos eran miles, tratando de asistir a la buena de África, que contenía un ligero sollozo en la comisura de sus labios.
_No sé dónde están las bolsas _pude articular, como única defensa…
Ya no hubo más respuesta. Bufaron todos con mucho desprecio y me dieron la espalda. Alguien metió la mano en el contenedor de basura orgánica y devolvió el envase a la bolsa amarilla. Allí quedó, solo, en un cubo inmenso, como prueba del delito; como un dedo acusador que no quise volver a ver, por lo que evité la cocina el resto del día, al igual que a mis compañeros. La soledad de mi despacho nunca me pareció más reconfortante.
Al día siguiente fui a trabajar algo más animado. Quedaban apenas dos semanas para mis vacaciones de año nuevo. Del uno al quince de enero, tan esperadas como efímeras. Pero de momento eran un proyecto en mi horizonte y mi pequeño regodeo en soñar con este reposo era ya un deleite anticipado que me sabía a gloria. Además ya a estas alturas me manejaba bien con la escayola. Del roce ya tenía una superficie muy pulida. Me había acostumbrado a gesticular como Terminator con el brazo malo y era casi divertido jugar, cada día, a ser un poco más eficaz con este impedimento a cuestas. Lo hacía todo algo más entretenido, más especial.
Llegué a la cocina en silencio, dispuesto a prepararme un café rápido para ponerme cuanto antes manos a la obra. Apenas había preparado mi café con una mano y me dirigía hacia la puerta cuando la vi. Era una foto impresa en papel brillante. Una fotografía en papel fotográfico, vamos. Y colgaba de la puerta de la cocina, como una acusación manifiesta. En la imagen, un contenedor de bolsa negra presentaba toda la basura orgánica de nuestra oficina, coronada por un envase de yogur, rutilante y tremendamente artificial, sobre esta cumbre de naturaleza en descomposición. Debajo, con rotulador, una sencilla orden: “RECICLA. NO CUESTA NADA”.
No sé cuánto tiempo me quedé mirando la puerta. Sé que un segundo después ya no veía nada. Mi mente estaba en blanco y sólo sentía un calor creciente subir por el estómago. Las piernas se me volvieron de hilo y no pude moverme. Nadie me miraba pero yo creía que todos estaban hablándome desde este cartel. No me gustan las masas, no soporto las multitudes y jamás he hecho nada que me obligue a verme ante un público amplio y hostil. Este momento era completamente inesperado y sobrecogedor. No supe cómo reaccionar hasta que alguien me preguntó algo, me giré sin mirar y en ese preciso momento la puerta debió abrirse y el carrito de África impactó en mis piernas, que se doblaron por reflejo, a la vez que derramaba el café sobre la moqueta.
_¡Por dios!, pero ¿qué hace? _me regañó ella con más amabilidad que de costumbre_. Ay, buen hombre, que se va a poner perdido.
Y acudió en mi auxilio.
Me quedé tan parado por esa amabilidad inesperada que el vaso que sujetaba entre mis dedos se escurrió de la mano y fue a parar al suelo que ella estaba fregando a velocidad de vértigo, para empapar la moqueta.
_¡Joder, Gonzalo! _murmuró Gloria, la secretaria del Gerente.
_¡Nada, nada! _intervino África, diligente, manteniendo su impostura_. Esto es normal, son cosas que pasan y en un instante lo tengo yo arreglado.
El silencio de todos aplaudió su gentileza. Para mí solo hubo algún chasquido de lengua, indolente. Yo me fui al despacho, del que no salí en dos días y del que no debería haber salido porque lo que pasó después no tenía que haber ocurrido. No a mí. Yo llevaba 45 años evitando cualquier tipo de complicación. No fue justo que un accidente tan fortuito surgiese en ese momento y después de una cadena de infortunios tan rocambolesca. Tenía que haber utilizado el servicio del bar de abajo. En realidad, apenas tenía urgencia, pero ya llevaba más de cuatro horas encerrado con mis papeles. Salí a respirar. A caminar. Fui al cuarto de baño, y cuando entré, casi me doy de bruces con África, que salía veloz con su carrito urgente y su mirada llena de hostilidad. La dejé pasar. No se hizo la enterada y deslizó su carrito sin esperar que nadie le diese paso. Giró, hábil, por el pasillo y desapareció de mi vista. Me di cuenta de que siempre que me la encontraba me afectaba un desasosiego infantil, un malestar incontrolable. “Esta señora me odia”, pensé. Y sintiéndome muy absurdo por haber hilado semejante reflexión, acudí al urinario a realizar mi tarea más obvia. Allí estaba yo, absorto en mi angustia, con el miembro flácido entre las manos, observando el caudal descender por la porcelana de impecable color blanco, cuando la puerta se abrió de golpe y yo me pegué un susto. Sin saber cómo ni por qué, me giré ipso facto y me encontré de frente con África. Yo sostenía el miembro chorreante con la mano buena. Con la mano escayolada quise hacer un gesto de pudor pero no supe taparme la entrepierna, sólo parecía que mi brazo rígido señalaba aquello.
Los ojos de la señora se abrieron de par en par. Me miró a la cara. Observó mi pose. Miró hacia abajo, sus ojos se abrieron todavía más, volvió a mirarme de frente y en apenas dos segundos, los que yo tardé en balbucear alguna excusa, su garganta se erigió en bocina y un grito desgarrado cruzó el cubículo, traspasando la estancia y llegando a cada rincón de esta tranquila oficina, donde todos pudieron escuchar aquella acusación máxima y determinante:
_¡¡¡Pervertiiiiiiiiido!!!!!
Firmé mi conformidad el jueves y me marché del trabajo un viernes por la tarde, cuando ya no quedaba nadie en los despachos. Todas mis cosas cabían en una pequeña caja de cartón. Me llevé lo justo, un par de recuerdos personales: un pisapapeles de metacrilato que me regalaron en mi primer cumpleaños allí y un cactus. Dejé sobre mi mesa todo el material de oficina: cuadernos, bolígrafos, folios, mi calculadora enorme… Apenas iba a alcanzar la puerta cuando retrocedí sobre mis pasos. Miré alrededor. Nadie me observaba. En un gesto impulsivo cogí la calculadora y la metí dentro de mi caja.
_¡Qué coño! _musité.
Y los segundos esperando el ascensor me parecieron horas.
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Publicado el 19 marzo 2010 por MartargTambién podría interesarte :