Un miércoles cualquiera, a las 8 de la tarde, en un despacho anodino, situado en la zona centro de una ciudad al borde del mar, alguien habla y alguien contesta a lo escuchado…
—Hábleme de ese sentimiento.—¿Del brazo izquierdo?, doctor.—No, de lo que siente en su cabeza. Por el que viene todos los miércoles desde hace varios meses ya.—Sí, la terapia de mi cabeza.—¡No lo llame así!, por favor, sepa que no es el único paciente al que le afligen males desde la infancia.—Desde mi infancia me aflige…
Cerró los ojos con esfuerzo mientras elevaba una mano hacia su cabeza y sintió, (¿sintió?) sí, él sabía describir perfectamente lo que sintió, lo que estaba sintiendo desde que era niño, y lejos de ayudarle, estas terapias le hacían que el sentimiento se repitiera demasiada veces en su cabeza, que no pudiese olvidarlo.
No podía olvidar al sentimiento.
Cuando aún iba al colegio era distinto, no hacía falta relatárselo a los compañeros, ellos siempre estaban presentes, e incluso les pasaba que sentían lo mismo al mismo tiempo, así que no hacía falta decirles lo que sentía. En todo caso, era al médico del barrio al que había que contárselo, unas doscientas mil veces y ¡sin adornos!, le decía su madre enfadada mientras intentaba quitarle las manchitas de sangre tirando del cuello de su camisa y refregando puño contra puño.
Pero lo que venía después era para superhéroes, desde luego, y ello sí les dejaba a sus amigos boquiabiertos, y no se cansaban de oírle decir que le había realizado el médico en su cabeza, unas doscientas mil veces, y ¡con adornos!; ahí sí que podía explayarse tal y como corresponde a las aventuras de un superhéroe, porque él, ¡era un superhéroe con gorro!, con un gorro de acción…
—¿Cuántos puntos te ha dado el galeno?—¡10 y en vivo, ya que se le había acabado la anestesia!—¡Bah!, a mí me dieron 20, ¡y si no, mirar aquí!—Pero eso es la pierna, ahí hay más sitio, ¡anda que si te dan 20 en la cabeza!—¡Tendrías que tener la cabeza como un melón!—¡Melón!—¡Melón!—¡Melón!
El ser superhéroe era muy peligroso, su cabeza lo sabía bien, y él lo sentía, seguía sintiéndolo incluso cuando dejó de querer ser súper y comenzó a desear ser piloto de avionetas, como las que sobrevuelan algunas veces la costa mientras jugaba con sus amigos —los otros superhéroes de duras molleras—. Pasan tan cerca de sus cabezas, como si quisieran conocerles a todos y cada uno de los que juegan a piratas.
A piratas juegan siempre —porque es lo que quiere ser el más fuerte de su pandilla de superhéroes con gorro de acción, y nadie le dice que no— pero a él le gustaría decir que no, que a piratas no, que toca jugar a otra cosa, a ser piloto con casco, porque su cabeza ya ha sufrido bastante. Sí, con casco de cuero reforzado y gafas de aviador de guerra pero sin guerra…
—¿Por dónde iba? —Preguntó en alto aún con los ojos cerrados mientras su mano derecha acariciaba la piel vieja y rasgada del diván de los miércoles a las 8, ¿o era su mano la que estaba vieja y ajada?, el sentimiento no le dejaba aclararse—.
Una voz ya casi familiar, tras un leve carraspeo, dijo:
—Que querías ser piloto, con casco de cuero reforzado, y gafas de aviador de guerra pero sin guerra.
—Sí, eso es. —Y esa mano cansada dejó de sentir al viejo diván y palpó su cabeza por puro acto reflejo, porque ni siquiera tenía que hacerlo para explicar a su cerebro lo que sentía su propio cerebro…. ¡ehhhh!, ¡prohibido entrar en el bucle prohibido!, al menos no allí, allí estaba el cuidador de cerebros presente y podía relajarse—.
—¿Por qué se toca la cabeza, acaso vuelve a estar intranquilo?
—No doctor, estaba pensando.
—¿En qué?
—No tiene importancia. Solo en cuando era un mocoso con ideas fantásticas, que no se han realizado. Ya sabe, al crecer tomamos caminos que no nos llevan más que a la soledad.
—No piense así, ya sabe que le afecta y retrocede en la terapia.
—Sí, doctor.
Su ajada mano derecha volvió al desgastado diván al mismo tiempo que pensaba en cómo evitarlo, cómo evitar pensar sobre uno mismo, sobre lo que a uno le ha pasado en la vida que le ha tocado vivir. Apretó los párpados para hundirse en sus adentros y retornar a aquel momento en el que se había producido el nuevo golpe en la cabeza, él lo sabía bien, porque era como si en ese momento la sangre caliente estuviese bajando por su cara.
Se sobrecogió y abrió los ojos en un aleteo subiendo la mano rápidamente hacia su cabeza, la tenía otra vez rota justo por dónde acarició el sentimiento, como tantas veces, con miedo y con dolor, y notó las abolladuras, los cierres en falso, los postillones y… la nueva brecha caliente.
Tenía una nueva brecha en el viejo sentimiento.
Estaba aturdido porque tenía la necesidad de que su cerebro se aclarase, de terminar la partida de ajedrez, para ver si con el jaque había habido un mate o tablas, o como tantas veces, las piezas corrían por el tablero sin control, sin enroques, sin coronaciones de peones y él volvía a ser el peón descalabrado en todas sus batallas.
Así que quería saber, sí, sí, se decía, apretando con la mano derecha un poquito más, deseando desmayarse o restañar la herida; saber si le dolía más la herida que acababa de producirse al caer al suelo por esquivar la porra de aquel energúmeno policía, o que él no le hubiese alcanzado con su salivazo unos segundos antes cuando le tuvo a tiro.
A tiro, sí, al policía, al que lanzó un salivazo nervioso, descontrolado, sin puntería sobrepasándole el hombro y eso que le tenía a escasos centímetros. Tan escasos que recibió una hondonada en el oído, como si de un abordaje pirata se tratara, su tímpano tembló al escuchar: ¡chusma, deja paso al señor Ministro!
Y como respuesta al salivazo fallido, a esa irreverencia de un obrero a un funcionario de la Ley, el de ley, le señaló haciéndole reo de su porra batida al aire y de sus ojos furibundamente enemigos, ya para siempre. Lo que vino después, fue un peón corriendo medio a gatas por el tablero de ajedrez, o lo que es lo mismo, su falta de agallas para aplacar al poli le llevó al momento fatídico, pues al girarse, para poner pies en polvorosa, resbaló cayendo de medio costado al duro y conocido suelo, golpeándose en la cabeza por no llevar puesto el gorro de superhéroe, o en su defecto, el casco reforzado de piloto, pero es más, ese día se dio cuenta que su brazo izquierdo era un peso muerto al no mantenerle a cuatro patas, quedando noqueado en el suelo.
Habría sido peor, seguro que el engendro uniformado le habría dado leña al mono si no hubiese sido por el resto de sus compañeros estibadores que se abalanzaron sobre él, como una jauría de perros hambrientos. Y más o menos así era, pues todos llevaban mes y medio de mordaz huelga en el Puerto.
Era un estibador treintañero, casi manco, tendido en el suelo a punto de ser atropellado por el coche del representante gubernamental, en un día suficientemente fastidiado para él, y bastante ajetreado para todos sus compañeros que llevaban meses reivindicando mientras el Gobierno dando largas.
El Sindicato había hecho lo que sabía hacer. No había entrado ni salido mercancía flotando en ningún cascarón, y algún patrono que lo había intentado trayendo consigo peones foráneos, su nave había sido pasto de las llamas por las catapultas incendiarias del Sindicato que tenían un alcance de más de doscientos metros. Si algo sobraba en aquellos muelles era aceite y fritanga de motores y harapos, muchos harapos con sus cuerpos calientes y desnutridos adentro.
A cambio de mantener los piquetes activos, el Sindicato les daba raciones diarias a las familias para aguantar el pulso con la patronal que, a su vez, tenía en vilo a las grandes empresas exportadoras e importadoras que, a su vez, pulsaban la cuenta familiar del señor Ministro que, a su vez, mantenía el pulso con el Sindicato.
El muelle era un hervidero de contenedores descuajados, cuyos vientres reventados a pedradas y pinchonazos perdían su contenido, desparramándolo a la vorágine de la chillona algarabía de tropas de niños revenidos de madurez que, como gaviotas que hubiesen encontrado un banco de peces de corcho, se daban el festín, tras el cual, regurgitaban las presas en los mandiles con zurrapas de sus madres y hermanas; allí todo tenía su sitio, de su utilidad y valor ya se encargaría el mercado negro.
¡Chusma levanta, deja paso al señor Ministro!, retumbaba en su sesera con el bum, bum del chorro de sangre caliente que resbalaba hacía su ceja. Y justo antes de apretar los párpados, con la fuerza que da la rabia de los malos momentos vividos que jamás reciben segunda oportunidad, su retina guardaría para siempre el paso frente a él del coche con cristales tintados y banderita de insignia de su querido país.
Al abrirlos de nuevo no había rastro de la sangre, ni de la herida, ni del dolor, ni de la rabia, ni de la huelga, ni de la algarabía de niños gaviotas, ni del coche de vidrios teñidos, solo era consciente de que no era capaz de alcanzar en una única mirada, encaramado a más de veinte metros de altura, todo aquél inmenso océano que estaba ante él.
Como un farero manco, desprendió su mano derecha de una especie de palanca para subirla a modo de visera y vislumbrar las coordenadas del horizonte que tenía delante.
Sin duda estaba aturdido, se había quedado adormilado bajo el sol en la cabina sin cristales tintados, expuesto a la climatología, y habría estado soñando cuando era estibador con treinta años y vivió la revuelta en el muelle, aquella sola y única vez que ganó el Sindicato. En ese preciso instante, sonó un timbre a su lado. Una lucecita comenzó a parpadear en lo que parecía un salpicadero de coches, con botoncitos y llaves y unas letras de molde que, al leerlas, le trajeron a su sola y exclusiva realidad: Hong Kong Express
Sí, debía haberse quedado dormido. El no hacer nada en las horas extras le estaba matando de aburrimiento en aquel palomar; por la altura del sol, faltaba muy poco para que le sustituyera su otro compañero de reemplazo de los dos únicos turnos diarios en la misma grúa, como todos los días, incluidos los domingos, desde hacía más de veinte años.
Hacía calor y muy cerca estaban revoloteando las gaviotas famélicas que se resistían a marcharse de su lugar; un lugar que ya no recibía migas de pan ni restos de bares o de fiambreras de estibadores. Pero allí seguían, resistiendo como él y su grúa de descarga de buques portacontenedores como botón de muestra de la última línea de flotación visible, porque justo a unos pocos metros comenzaba una hilera de grúas automáticas, controladas informáticamente, vía satélite, por ingenieros —becarios quizás— desde un remoto lugar del mundo.
Día a día había contemplado los amaneceres subido en su enorme grúa siendo testigo de cómo, desde que aproximaron los raíles al puerto, se habían ido desmontando los hierros del resto de descargadores manuales y, con ellos, sus manuales de uso y usuarios.
A sus usuarios los habían ido mandando “modernizadamente” directos al paro, sin subsidio, por Convenio del extinto Sindicato con el Primer Ministro de turno, y quedaron solo dos, él por ser soltero y no tener problemas en hacer horas y horas en aquella grúa y su sustituto de las doce horas del resto del día que habría aceptado cualquier trabajo basura.
Sabía que era cuestión de días, quizás horas, que desmantelaran su grúa, ya podía llamarla grúa-sauria. Era posible que ya se estuviese dirigiendo hacia allí el Gran Ministro a inaugurar las silenciosas instalaciones “Triple-E” totalmente automatizadas, capaces de transportar 18.000 contenedores a la vez, o lo que era lo mismo según sus cálculos, 111 millones de pares de zapatillas, ¿pares o nones?, pensó.
Y a él le salieron nones, pues se quedarían con su sustituto ya que, en un arrebato de humanidad, el gran jefe portuario decidió unilateralmente —a esas alturas podía hacerlo, no existía el Sindicato— que al señor Presidente de la Nación le gustaría decir, en el comunicado de prensa oficial de la inauguración, que se mantenían, por encima de las crisis económicas globales, los valores de la familia tradicional de los obreros de su país, y eso a él, le golpeaba la cabeza, en el sentimiento, al recordarle aún más la soledad célibe que arrastraba por culpa de su casi trabajo-saurio
Apretó los ojos y los puños y sintió un vahído, un salto mental hacia adelante, volvió el sentimiento con fuerza y batió en el aire su mano derecha, la única mano que le respondía.
—¡Despierte, despierte!, tiene una pesadilla.
—¿Dónde estoy?
—En su terapia de los miércoles a las 8, como usted lo llama.
—¡Ah, sí!, pensé que seguía en mi grúa, trabajando.
—Le gustaba su trabajo, eso es normal, pero no debe seguir en el pasado. Debe mirar al futuro, siempre hay motivos para la esperanza.
Así debía de haber sido, una vida llena de anhelos y esperanzas, esperanza de tener una vida normal, lo más normal posible, haber conocido a una mujer normal, pero no, no pudo ser, él era un varón-grúa, eso estaba claro, no llevaba puesto un gorro de superhéroe o un casco reforzado de piloto. No, llevaba en su cabeza siempre un simple casco de plástico amarillo y el sentimiento.
El sentimiento que aparece en su cabeza.—Sabe doctor, usted seguro que conoce el mimetismo.
—Sí, por supuesto. Pero por qué lo dice.
—Por nada doctor, nada, ya nada.
Volvió a hundirse en su cabeza, pensando en todo su tiempo vivido en aquella grúa, trabajando usando solo su brazo derecho para mover, a través de la palanca, el único brazo de la grúa, esa vida de inactividad de un lado de su tronco superior acabó por atrofiarle su otro brazo.
Su extremidad superior izquierda no le servía absolutamente de nada, incluso su forma de caminar se había convertido en un ligero cimbrado del tronco, como un árbol que oye a su lado: ¡árbol va!, y sabe que le toca ir al suelo de un lado, del lado debilitado. Así se movía su cuerpo entero debido al lastre del lado izquierdo y el movimiento pendular del derecho. Como el brazo de una grúa que traslada el fajo descargado del barco al camión en el puerto, al camión no, desaparecieron todos con la modernización, solo vagones y vagones sobre raíles de trenes que eran engullidos hacia el interior de la tierra y que saldrían ¡Dios sabría dónde! Sí, los becarios informáticos también lo sabrían, pensó, y los imaginó viviendo como dioses en el Olimpo. Ir a PARTE 2.
MariCari, la Jardinera fiel.
{¡B U E N A_____S U E R T E!}♥ ღ ♥