La ciudad de Esteco fue destruida por un terremoto a principios de mil seiscientos, mientras el mundo colonial temblaba frente a las rebeliones de Túpac Amaru, de Juan Calchaqui, de Cuimbae. En medio de esas guerras (quizás como una victoriosa batalla simbólica) fue completamente destruida. La mujer de piedra es una representación de los dioses aborígenes, del poder de la madre tierra que se acerca con paso lento para acabar con el poder blanco concentrado en Salta. Su sincretización con la mujer de Lot puede deberse a la necesidad de los rebeldes de enmascarar su maldición o al accionar solapado de la Iglesia intentando desfigurar la cultura aborigen. Salta hoy celebra su más importante procesión conjurando su imperecedero temor a los terremotos.
Esta transición muestra el fin de la etapa de los aventureros conquistadores, porque las ciudades maravillosas (ni siquiera las reales) no tienen cabida en el tablero de batalla del mundo moderno. Las ciudades maravillosas solo perviven en el recuerdo, luego de haber colapsado. El principio del sueño de la revolución llega al finalizar los sueños de descubrimiento.Pero, insisto ¿Existe otro camino más allá del proclamado camino final? ¿Existe algún sendero, por discreto que sea, que permita a los hombres recordar que la anchura del universo excede necesariamente a la de sus proyectos? ¿Existe, más allá de los caminos alguien que espera nuestro retorno?Algo parecido a la imaginación que crea mundos nuevos allí donde otros solo ven una ampliación aritmética de pensamientos ya establecidos. De existir algo así, sería deseable que operase a través de historias amables y didácticas. Pero yo no puedo aseverar que sean esos sus métodos. Por regla general los hombres viven en carne propia sus acciones, sus extravíos, sus pasiones, sus revoluciones, su historia toda suele ser escrita con su propia vida, con su sangre, los hombres conocen aun al precio de su cordura.Hace años salí, como tantas otras veces, a las afueras de Bermejo, al monte. Acompañado por mis perros, mi bolsita con hojas de coca, mi arma y mi vino, a buscar caza. Deambulé buscando un rastro esquivo que desesperaba a mis perros porque tan rápido aparecía como se esfumaba en medio de los árboles. De repente me encontré perdido y solo en medio de la pobre luz solar que conseguía atravesar las ramas de los árboles. Extraviado, me cansé de caminar, me cansé de gritar, esperando hallar un camino o que alguien escuchase mi voz. No sucedió así. Finalmente, ya agotado, cuando me reconocí víctima del monte, percibí el aroma del agua de un cercano río y un rumor… Un murmullo aun irreconocible pero que no era el del sencillo y poderoso fluir del agua. Caminé en dirección a él, y al llegar me sacié de agua, de mi oportunidad de vivir recuperada como un singular milagro ocurrido allí donde dios no mira. Y confirmé que no era solo agua, bajo su profundo y turbio cauce se escondía, tapado por el curso del río, un tesoro, una pequeña ciudadela de oro. El monto del tesoro vislumbrado era incalculable, castillos, templos, mansiones, sin una arquitectura definida o quizás con muchas superpuestas ya que el talento creativo de los hombres no tiene techo cuando no está limitada su potencia para plasmar sus sueños. No vi gentes en ese mundo lacustre pero, allí donde el ancho rio perdía algo de su profundidad, inmensos rebaños de cebúes se acercaban a la orilla, casi emergían sus altos cuernos ya, golosos de los verdes pastos que crecen en nuestro seco mundo.