Antes del sueño
Todavía recuerdo el día en que llegamos al aeropuerto de Dublín tan nítidamente como si estuviera desembarcando ahora mismo. Unas nubes demasiado oscuras como para augurar unas buenas vacaciones, un viento que casi consigue hacernos aterrizar en el país de al lado y un frío de mil demonios. El perfecto presagio para una película de terror adolescente. Aunque, pensándolo a posteriori, nuestro pequeño viaje casi se convirtió en eso: un mal guión de una poco creíble película de Hollywood sobre jóvenes americanos con menos cerebro que una de las ovejas que pueblan esa isla en la que pasamos aquellas vacaciones.
Fue en abril, hace ya muchos años, sólo que para los que lo vivimos, el tiempo parece haberse detenido en ese instante concreto. Yo escribo estas líneas con la intención de conseguir romper ese terrible hechizo que nos tiene atrapada la mente. Quiero pasar página. Necesito pasarla.
Éramos cuatro amigos, dos chicos y dos chicas. Sandra, Alicia, Álvaro y yo. Ninguno pareja de ninguno, aunque en el fondo creo que los cuatro sabíamos en el fondo de nuestro ser que esa situación cambiaría en aquel viaje. No creo que pueda saberlo nunca; ya ni siquiera nos hablamos. A quien lea esto le dará exactamente igual, pero yo necesito recordarlos tal y como eran antes de aquello. Mis mejores amigos y la que hubiera sido la madre de mis hijos. Sandra.
Sandra… Estaba tan viva, tan llena de energía… Castaña clara, ojos marrones, era la pequeña del grupo. No en edad, ya que los cuatro éramos del mismo año, sino en altura. Se definía a si misma como un pequeño frasco de nitroglicerina a punto de estallar, expresión que utilizaba también para dar una descarnada explicación sobre el por qué de sus voluptuosas curvas. Era el motor y la alegría del grupo, incansable y tenaz en mantener el ánimo siempre al máximo. Su sonrisa podía hacer que volvieras a la vida y que hicieras cualquier cosa por ella. Preciosa, simpática y alegre. Ella y yo formábamos una pareja perfecta y aun la formaríamos si no…
Álvaro intentó salir con ella en más de veinte ocasiones, como no dejaba de repetir desde entonces. Según él, siempre fue su mejor pretendiente, o al menos el más tenaz de todos. El caso es que a ella nunca le gustó, demasiado musculoso y guapo para ella decía, y fue rechazándole una y otra vez sin perder la paciencia. Aunque todos sabíamos que no soportaba el hecho de que sus intereses no fueran más allá del deporte y los coches, siempre mantenía su versión para que no se sintiera ofendido. Gracias a él seguimos vivos, y por eso es el único con el que todos volvimos a hablar alguna vez después del maldito viaje. A mi sin embargo, siempre me odiarán por haberlos llevado a visitar todos los castillos que pude encajar en nuestras rutas (aunque mi propuesta fue ir a hacer la ruta de los castillos de Francia, no en Irlanda).
Y por último estaba Alicia, una chica del norte, prácticamente de mi altura. Delgada, morena y atlética. Sandra y ella eran físicamente tan opuestas como un bosque y un desierto. Y también sus personalidades. Medía cada palabra y cada broma al milímetro (sin embargo hay que reconocer que las encajaba siempre a la perfección) y siempre estaba buscando alguna aventura que correr. Ella fue la que nos incitó a hacer esas dos etapas de trekking por el bosque que nos llevaron al infierno… No puedo evitar sentir cierto rencor hacia ella por forzarnos a ir un poco más allá… Aunque todos tuvimos parte de la culpa. Álvaro por proponer Irlanda como destino, yo por expresar mi deseo de ver aquel castillo, Alicia por convencernos de que la ruta a pie hasta ese castillo sería maravillosa y Sandra por reconfortarnos y animarnos a seguir adelante a pesar del viento y la lluvia.
Qué recuerdos. Amigos desde los 20, inseparables desde los 25, desconocidos a los 30.
La Ciudad
La idea era dar una vuelta por la isla en coche durante casi tres semanas, dedicando un par de días a visitar Dublín y otro par de días a Belfast. Sin embargo, el tiempo que habíamos visto al aterrizar era mucho peor cuantas más horas pasaban. Para cuando entramos en el hotel, el poco sol que se podía intuir había desaparecido completamente, el viento había pasado de molesto a insoportable y las cuatro gotas se habían convertido en una llovizna constante y bastante intensa.
Nos dio igual, sustituimos las visitas a puntos de interés por pubs, hamburguesas y cerveza, mucha cerveza. Una manera perfecta de volver a sellar nuestra amistad, de tontear, de reírnos y para volver a cortejarnos una vez más.
Ya habíamos tenido algún que otro escarceo, pero nunca habíamos querido pasar a mayores. Apreciábamos demasiado nuestra amistad. Sin embargo, con los 30 ya cumplidos, nuestras prioridades habían madurado con nosotros. Buscábamos una estabilidad que sabíamos íbamos a encontrar con nuestro mejor amigo. Sandra y yo por un lado y Alvaro y Alicia, los deportistas, por el otro. Y todos éramos conscientes de que ese era el viaje en el que dejaríamos que las evasivas y los preliminares de críos se quedasen como algo del pasado.
Fue entonces, después de nuestra primera noche juntos, cuando cogimos el coche que nos llevaría alrededor de la isla. A pesar de las inclemencias del tiempo, que iba cada vez a peor, conseguimos disfrutar durante una semana de los mejores días de nuestra vida. Entusiasmados, otra vez juntos, jóvenes y felices. Nada ni nadie podría habernos convencido de que unas horas después íbamos a bajar a las profundidades del infierno para volver a la tierra como unos completos desconocidos.
El Viaje
El octavo día de viaje abandonamos las estrechas y deterioradas carreteras costeras para dirigirnos hacia el interior. Sustituimos el paisaje escarpado y rocoso de los verticales acantilados por un denso bosque. La carretera, cuyo asfalto ya dejaba mucho que desear, fue reemplazada por un camino de gravilla, que ni siquiera aparecía en nuestros GPS. Y los agujeros en el asfalto ahora se habían convertido en centenares de enormes y retorcidas raíces de los árboles que nos rodeaban.
La densidad de aquel bosque nos dejó sin habla durante varios kilómetros. Si antes aun habíamos sido capaces de vislumbrar algún rayo de sol que conseguía escapar a los negros nubarrones, ahora nos era imposible siquiera ver esas mismas nubes. Árboles centenarios poblaban aquella región semi virgen, cuyas frondosas copas parecían fundirse en una uniforme masa verde oscuro. Desde luego, el país merece el apodo por el que se le conoce: la Isla Esmeralda.
El Bosque
Tardamos casi dos horas en recorrer los 40 kilómetros que separaban la carretera principal del punto en el que íbamos a dejar el coche. Debería haber sido entonces cuando nos diéramos cuenta de use esa zona estaba abandonada por algo, pero nuestra moral era perfecta, nuestro humor inmejorable y Álvaro y Alicia estaban entusiasmados con el reto que se nos plantaba.
Sacamos nuestras mochilas, nuestros chubasqueros y toda la parafernalia que íbamos a necesitar durante los cuatro días siguientes. Alguien, no recuerdo si fue Álvaro o Sandra, hizo una broma sobre los dioses nórdicos y la furia que estaban descargando sobre nosotros por retarles en su propio terreno. Nos reímos, una de las últimas veces que lo haríamos.
Empezamos nuestra caminata con energía. Empapados, pero con muchas ganas. Avanzamos la primera jornada con muchas dificultades, tantas, que en el pequeño claro en el que instalamos nuestras tiendas para pasar la noche organizamos un comité de crisis.
Álvaro y yo votamos por volver a nuestros coches. Estábamos empapados, fríos y sin posibilidad de encender nuestros hornillos para tomar una comida caliente. Las tiendas aguantaban el embate del viento a duras penas y nos habíamos desviado bastante de nuestra ruta. No teníamos claro que fuéramos a poder conseguir llegar al castillo y preferíamos volver a nuestro ritmo de sexo y alcohol asegurados por las etapas sencillas.
Las chicas por otro lado opinaban lo contrario. Alicia se negaba a dejarse vencer por un pequeño revés como fuera el tiempo ni por unos cientos de metros de desvío. El castillo se había convertido en su presa, y ella estaba metida al 100% en su papel de cazadora. Sandra añadió además que teníamos comida para cinco días, sugiriendo que si al final del día siguiente seguíamos igual, siempre estábamos a tiempo de volvernos. Así que decidimos hacerle caso y conceder un día más a aquel horrible tiempo. Me quité la mugre de la cara, me afeité y me fui a la tienda que había empezado a compartir Sandra.
El Castillo
Sufriendo lo indecible, conseguimos orientarnos y acercarnos a aquel monumental castillo. Era tarde, pasada la media noche, cuando el bosque cedió sin previo aviso a un enorme claro en el que se ubicaban las ruinas de lo que antaño debió ser un castillo medieval imponente.
Cinco torreones unidos por otros tantos tramos de una alta muralla empedrada rodeaban la estructura principal. Los siglos y el mal tiempo habían tirado tres de aquellas torres, pero dos de ellas y tres tramos de muralla seguían en pie. El foso estaba prácticamente lleno con los escombros caídos, cosa que nos llenó de alegría por la facilidad con la que podríamos acceder al interior. Ilusos. Qué tontos fuimos. Nunca tuvimos que acercarnos a aquella fantasmal estructura.
El castillo en si había desaparecido en su mayor parte. Del edificio central quedaba tan sólo lo que podría haber sido el salón de banquetes, si bien es cierto que parecía sólido y aun conservaba parte del techo, su situación indicaba que no tardaría en venirse abajo. El resto de las edificaciones eran simples montones de piedras amontonados por el patio.
Para nuestra sorpresa, el cielo estaba despejado, haciendo que las estrellas y la luna nos iluminasen el espectáculo. Fantasmal, perturbador y místico, pero a nosotros nos pareció maravilloso. Nos abrazamos, dimos unos cansados gritos de alegría, y procedimos a montar las tiendas al abrigo de uno de los muros exteriores. No nos atrevimos a entrar en la habitación que seguía en pie, pues la luz era escasa, nuestro cansancio extremo y el tiempo parecía que iba a ser clemente con nosotros. Quizás también porque, en el fondo de nuestras almas, sabíamos que no debíamos estar allí. No sé cómo explicarlo. Muchas veces me he planteado qué fue lo que sentí antes de que todo se fuera a la mierda pero… era algo así como un escalofrío que no cejaba de recorrer tu espalda. Una sensación vibrante de que algo no marchaba bien.
Estábamos cansados, exhaustos más bien por la tremenda caminata por aquel antiguo bosque, y las ganas de dormir y descansar eran mayores de lo que podíamos aguantar. Así que cenamos, charlamos un poco, y nos metimos en nuestros sacos con la intención de dormir hasta la mañana siguiente.
Pero no pasaron más de un par de horas antes de que el tiempo se volviera loco. Nos despertó el viento. Un terrible viento con fuerza suficiente para arrancar parte de las sujeciones de las tiendas y estampar una de ellas, con Álvaro y Alicia dentro, contra el muro de dura piedra. El estruendo fue tal que, cuando salimos de la nuestra, pensábamos que no habrían sobrevivido. Al verles arrastrarse como pudieron fuera de la maraña de tela de su tienda suspiramos aliviados. Sin embargo, lo peor estaba aun por venir.
Agarrados los cuatro e intentando comunicarnos a voz en grito, una espesa y oscura nube tapó el antes tan despejado cielo. Pero el brillo… una mortecina luz anaranjada oscura, casi carmesí parecía desprenderse de aquella informe masa negra, iluminada sólo por los rayos que empezaron a descargarse a nuestro alrededor.
Sin opciones ni alternativas, corrimos todos hacia la única estructura que parecía lo bastante sólida como para resistir el embate de aquella tempestad: el salón del castillo. Nos pareció que aquella sería nuestra salvación, pero fue nuestra caída al infierno.
El Sueño
No tengo ni idea de qué pasó, dónde fuimos o cuándo fuimos. Sólo sé que al cruzar aquella arcada de piedra ya no estábamos donde se suponía que teníamos que estar, ni éramos quiénes debíamos ser. No se lo que vieron y sufrieron los demás, casi no se ni lo que vi yo. Pero intentaré poner en palabras los horrores que vivimos.
Estaba tumbado en una piedra. Desnudo, congelado y aterrado. Alguien me estaba diseccionando con brutal precisión. Cortando mi carne, mis músculos y mis entrañas. Me cortaron por tantos sitios que soy incapaz de recordar donde. El dolor era terrible, inhumano. Grité hasta que mis cuerdas vocales dejaron de funcionar y no emitían más que roncos sonidos incoherentes. No pude ver quienes eran, al menos al principio, pero luego… nunca olvidaré esas caras.
Cada cierto tiempo mi cuerpo se volvía a recomponer. Las vísceras se metían dentro de mi, los huesos se enderezaban y la carne se cerraba. Aunque también volvía lo peor: la sensibilidad. En cuando me oían gemir otra vez volvían a empezar, entre risas y sonidos más propios de un animal. Hasta que no quedó más de mi mente que retazos inconexos de un despojo de ser humano. De aquellas infernales horas sólo recuerdo con nitidez las caras de mis tres torturadores: Álvaro, Alicia y Sandra.
Grité pidiéndoles ayuda, clemencia y compasión. Pero ellos seguían disfrutando con lo que hacían, riendo más fuerte cuanto más gritaba, mordiendo mi expuesto interior. Hasta que de repente todo se volvió al revés. La losa en la que estaba tendido cambió por una mullida cama, las torturas se tornaron en caricias, el dolor en placer. Alicia y Sandra pasaron de torturadoras a ser mis esclavas en todas las perversiones que mi maltrecha mente pudo imaginar. Me hicieron cosas con las que ningún ser humano ha soñado jamás. Y mi mente se terminó de romper.
El sexo se convirtió en una brutal lujuria de la que tan sólo me recuerdo a mi en medio de una vorágine de sangre y carne, con las frías y muertas caras de mis amigas mirándome. No sé cuánto tiempo pasé así. Sólo recuerdo mi cara, una cara cubierta de mugre y vísceras; y mis ojos. Los negros ojos de un demonio demente.
Y la escena volvió a cambiar. Yo me convertí en el torturador. Mutilé y desgarré a mis amigos, me alimenté de ellos. Y disfruté, disfruté más que nada en toda mi vida. Me convertí en uno con los cuchillos y fui repitiendo el mismo proceso que ellos habían ejecutado conmigo.
Me volví loco, completamente loco. En el fondo de mi mente era consciente de todo lo que estaba haciendo, pero no tenía la voluntad necesaria para pararlo. Sabía que iba a pasar la eternidad torturando y siendo torturado por mis seres queridos. Era consciente de eso y de cuánto deseaba que fuera así. Y del horror que esa sensación despertaba en mi interior. Hasta que Álvaro… No sé cómo pudo suceder, pero lo último que recuerdo es a Álvaro gritando con todas sus fuerzas y tirando de mi fuera de aquella maldita habitación de piedra.
La tormenta había pasado, el sol había salido, y allí estaba yo tirado en la hierba. Cansado, jadeando y gritando como un poseso. Sin embargo nadie vino a mi lado, nadie me habló, nadie me miró siquiera. Porque ninguno estaba mejor que yo. Todos estaban gritando, desquiciados y enajenados, golpeando el suelo con sus manos.
¿Y después?
Tampoco recuerdo cómo llegamos al coche. Sólo sé que llegamos a él. Ninguno hablaba, ninguno se atrevía a mirar a los demás con otra cosa que no fuera odio. Las últimas palabras que crucé con mis amigos fueron para preguntar si todo aquello no habría sido un mal sueño.
Fue entonces cuando Sandra me miró a los ojos, con una mirada perdida, vacía de toda emoción y humanidad, y me mostró mi propio rostro a través de su espejo de mano.
La barba que me había afeitado escasas 36 horas antes ahora me llegaba por el pecho.
Escrito por David Olier para el blog El Rincón de Cabal
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