En otros tiempos, confieso, hubo mejores escritores que, sin pedir permiso, he copiado. Uno fue asesinado, uno particular, casi sin igual. No tuvo piedad en sus textos. Alguna vez le dije al pasar, como mi mentor, que compartía pocas de sus acciones, menos ésta que inducía la idea de borrar rastros al cometer crímenes, siendo escritor y valiéndose de que en sus escritos, escondido como un rompecabezas detrás de una historia de ficción, narraba con su maestría sobre el escritorio lo que durmiendo jamás uno imaginaría. No omitió los hechos, ingeniosamente sus actos fueron disfrazados. Pecados enterrados, reputación intacta y sonrisa amplia. Uno que temerosamente tomaba conocimiento (a veces) odiaba en cambio, el proceder inmoral. Nunca lo entregamos, el fue nuestro maestro y a toda costa callábamos la boca evitando la cárcel. Con el tiempo lo dejé de ver. Maté el pasado viajando por mucho tiempo. La envidia persistió por siempre y al volver, ignorando porque, me acerqué. No era el de antes, la vida lo estropeó. Persona horrenda, reía recordando. Propicia era la oportunidad para vengarme, pero rehusé probar su método y su mirada débil derribó teoría alguna. Ya murió y mal me pese, debo confesar mi admiración, decir estas palabras confirman que marcó mi vida, es un reconocimiento tardío, un tiempo después del éxito. Ese método eliminó al sospechoso. Tres palabras, menos la primera y que siguiendo la regla alguien anotando cada tres, logre armar otra historia, leer esa narración oculta, esta inmortalización de la idea de matar impunemente.
¿Quién es capaz de interpretar como corresponde este relato? En pocas palabras, de contarme la verdad de los hechos. Todo está escrito, a la vista de todos. ¿Son capaces?