Nunca fue muy religiosa pero desde niña había tenido una especial sensibilidad para comulgar con las cosas sencillas. Por esa razón lo primero que hacía cuando se levantaba y antes de acostarse era mirar el cielo. Era su manera de conectar con el mundo, con la existencia. Una manera antigua y elegante que la ayudaba a recordar la firme alianza que desde siempre ha unido al ser humano con el cosmos. En las últimas décadas los hombres se olvidaron del cielo, como de muchas otras cosas. Construyeron grandísimas ciudades, las llenaron de luces y neón. Oscurecieron el azul diurno con sus humos y abrillantaron el nocturno con farolas. Eso les hizo desdichados, el resplandor de sus televisiones y dispositivos no tenía la capacidad de sanación de un amanecer, una luna velada entre las nubes o aquella estrella diminuta que titila en lo alto.
Mientras desayunaban se sorprendió de verbalizar esta conducta íntima a un compañero de trabajo. Este agradeció la confidencia valorando en su justa medida la gran dignidad de la misma. "Nuestra alma pesaría un poco menos si fuéramos capaces de recordar que el cielo nos pone en nuestro sitio, al igual que la muerte," meditó en silencio.
Para averiguar nuestro verdadero tamaño precisamos de referentes que están fuera de este mundo, cuando lo olvidamos solemos terminar perdidos en el profundo laberinto que nuestro ombligo esconde.