Revista Diario

Relato: trabajo de reconocimiento

Publicado el 10 febrero 2014 por Maricari
RELATO: TRABAJO DE RECONOCIMIENTO
El trabajo de hoy no era nada agradable, le traía recuerdos, malos y tristes. Sin embargo estaba allí, en mitad de la calle, como un poste vertical que señalizase el cumplimiento del deber y la formalidad. Había colocado, en el bolsillo superior de su chaqueta gris oscura, un pañuelo blanco bordado en un tono de seda blanco crudo finísimamente en la esquina que sobresalía con sus iniciales,  la C atravesaba la J, como si de una foto fija se tratara, diríase que era el bello momento en el que la hoz siega un manojo de espigas por el tallo sacrificando la lozanía del grano ya para siempre.
Debajo de la chaqueta, hacia las extremidades inferiores, podía verse los pantalones del mismo color que, como complemento, formaban un serio y lóbrego traje de ejecutivo; y hacia las extremidades superiores, casi enteramente arropado y en perfecto conjunción textil y cromática, se hallaba el chaleco constrictor de respiraciones libertarias y contenedor de palpitaciones rápidas contrarrestadas por el marcar del tic-tac del reloj de bolsillo cuya cadena caía en onda sin doblez agarrándose al ojal bajero.
Debajo del chaleco estaban las prendas más difíciles de sobrellevar para él, la camisa blanca cuyo cuello era estrangulado por la corbata negra con nudo sencillo, sin alharacas inglesas y rematando el tronco superior, a simple vista, un sombrero de ala ancha algo inclinado hacia la izquierda y, si te fijabas bien, podías comprobar que el cabello estaba reluciente y cepillado, no peinado, él conocía perfectamente la diferencia. Además de su brazo derecho colgaba un  maletín ni grande ni pequeño, ni pesado ni ligero, un maletín que podía contener desde un cepillo de cabello hasta… Su mano izquierda estaba ocultada en la faltriquera.
Era finales de invierno y aún hacía frío, los árboles no tenían hojas, al menos los que estaban a su alrededor plantados tras las aceras en lo que debían ser pequeños jardines a la entrada de las casas que, además, solo contenían hierbajos y se veían que estaban abandonadas pues los marcos de los ventanales habían perdido sus vidrios, a cuyos fantasmas reflejos se entreveían las tripas de sus habitáculos huecos, sin vida y las chimeneas no exhalaban sus fluidos.
No, tampoco sonaba el viento, ni canto de pájaro alguno, ni algarabía humana, nada, solo el silencio y él allí, en medio de la calle, de pié, cabizbajo, respirando profundamente dentro de su cota en forma de chaleco. Y pensando que tendría que sacar su mano de la faltriquera. Tendría que hacerlo y arrancar el pañuelo de su bolsillo y llevárselo a sus mejillas pues las lágrimas comenzaban a desbordarse por el lagrimal, imparables y saladas.
Estaba de pié, en mitad de la calle, llorando en señal de duelo, de mortificación ante la vista de tantos zapatos tirados en la vía, le rodeaban botas, zapatillas, alpargatas, mocasines, chanclas... Objetos sin tacón, con tacones: medio, de salón, de aguja, de plataforma; pero no los había roto, no había dado tiempo a romperse ni a perderse los cordones de ningún par de los muchos zapatos que había a su vista.
Eran zapatos que probablemente habrían podido corresponder a sus diversos dueños, ancianos, varones, mujeres, niños, patinadores, deportistas, montañeros, playeros; cada zapato podría haber tenido un dueño aunque él no lo habría conocido nunca, probablemente.
Pero él estaba allí, observando aquél holocausto producido hacía un par de semanas y sabía lo que aquello suponía, lo que a él personalmente le estaba costando. El sufrimiento que se produjo en su vida al enterarse del terrible accidente. Le temblaban las manos, pero guardó el pañuelo y abrió el maletín y un cepillo de cabello cayó al suelo, solo tuvo tiempo de coger la cámara de fotos y grabó sin parar unas doscientas fotos hasta que la memoria estuvo llena de su desgracia, que era doble, pues a la pérdida supuesta había que incluir los gastos para incinerar todos los zapatos y así evitar males mayores, que nadie pudiera ponerlos en el mercado negro.

Era una pérdida que no se debía de haber producido, un negocio redondo, y aunque había tenido tiempo de asimilarlo desde el día siguiente de la tragedia cuando leyó el titular del periódico que recibía en su oficina de Seguros Transoceánicos, su vista aún repudiaba las letras grandes donde decía que el avión de las líneas aéreas chinas, vuelo NY-630, siguiendo las coordenadas de la Torre de control, había tenido que realizar un aterrizaje forzoso y que por tal motivo, había arrojado toda la mercancía que transportaba, en pleno vuelo, sobre aquella ciudad fantasma.
P.D.: "¡Los trabajos son todo un invento!"
MariCari, la Jardinera fiel.

{¡B U E N A_____S U E R T E!}♥ ღ ♥

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