El día
decae con estrépito. Larga jornada de verano cuajada de la brisa salobre
y húmeda de un mar revuelto en el brío de los días iniciales del Estío.
El sol, cansado de soltarse sobre la tierra calcinada de la que es
monarca y soberano supremo sin lugar a dudas desciende sobre la difusa
línea del horizonte mientras miriadas de gaviotas saludan al ocaso con
la misma fuerza que las miles de olas se rompen contra las escuetas
rocas que, interpérritas, desde hace miles de años, cumplen su función
rompiéndolas y acusando un leve y continuo desgaste contra la ira de
Neptuno. Día largo, eterno casi en que el calor sofocante de la orilla
choca en increible contraste con el frío húmedo y trascendental de un
mar cuajado de trascendental y silencioso misticismo. La vida que se
debate entre el frío agua y la cálida tierra. Día cuajado de
sensaciones, tan ávidas y fuertes cómo las rachas de un viento que
apenas había comenzado a amainar cuando, tomando las chanclas en la
mano, decidió encastrarse el sombrero de paja y volver al Hotel, sin
poder terminar de enjugarse las lágrimas.
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