La habitación olía a pis, sin importarle que la mujer de la limpieza se había ido apenas unos minutos antes. El olor estaba aferrado a él, postrado en la cama. Los ojos cerrados, la piel pálida, el goteo lento pero continuo del suero, con ese cordón umbilical plástico que terminaba en su brazo, ya morado de tantos pinchazos. Podía, en el silencio, escuchar su respiración. Era apenas un susurro, un murmullo amortiguado de dolor.Mi suspiro atravesó el lugar, aniquilando toda esperanza. Resignado, trataba de no pensar. Pero era imposible. Uno siempre piensa, incluso cuando cree no hacerlo. Porque allí, cayendo con sus últimos granos de arena, el que se escurría por el cuello del reloj de la vida, era mi padre. Al menos su cuerpo. Su mente, casi siempre ausente, iba y venía, como una macabra broma. Ya no había memoria, ni lucidez, solo arrebatos de tristeza, frases incoherentes y sin terminar. Y esa mirada que no se puede describir con palabras, que trata de ver pero sin hacerlo, que busca ubicarse pero sin lograrlo.Entonces, mientras mis ojos se perdían en las formas de las sábanas, en esa tensa espera de lo inevitable, su voz irrumpió, débil, cascada:
-¿Messi?
Otro desvarío, pensé, aunque sin dejar de alegrarme por verlo despierto. Entonces, casi como una revelación, recordé la TV encendida sin sonido a mi derecha y tras girar la cabeza y observar, no pude menos que tragarme los mocos para no llorar. Efectivamente, la 10 la llevaba el rosarino.
El destino golpeó al poco tiempo la puerta y cumplió con su labor. Sin embargo me dejó ese instante, casi como un relicario. Un rayo de luz en la penumbra, una sonrisa en el llanto.
- Si, es Messi. Juega el Barcelona - informé.
Sonrió. Miró unos segundos y volvió a cerrar los ojos. Pero allí estuvo, durante ese breve lapso, allí estuvo.