Tenía paz en su rostro cuando me dejó. Lo hizo tan solo unos minutos antes de que viniera mi hermano, que había ido en busca de mi madre para que pudiera darle el último adiós. Llegaron tarde. Mi hermano se había quedado toda la noche velando su cama y pidiendo a mi padre que se fuera ya, que nos dejara al fin y que descansara. Agonizaba pero parecía estar esperando a despedirse de mí, pues tuve tiempo de vestirme, salir de casa y llegar corriendo al hospital. Supongo que, ya no pudo esperar más a mi hermano, agotado como estaba y decidió partir cuando me presintió.
Acaricié su rostro y me pareció de cera, le hablé aunque sabía que no me podía escuchar y pedí que mi hermano llegara pronto con mi madre, pero no sucedió. Mi padre se fue con suavidad, despacito, se durmió y yo comencé a llorar. Hoy aún lo recuerdo. Y después, cuando ya estábamos reunidos junto a la cama del hospital con mi padre, mi hermano, mi madre y yo, los trámites de rigor, mientras él estaba aún ahí, como dormido.
La muerte, liberadora, se vuelve fría ante la realidad del hombre. Tras el fallecimiento de un ser querido, no queda tiempo para llorar y se debe aplazar unas horas hasta que se acaben de contestar preguntas y rellenar formularios... El hombre hace hielo muchas cosas que deberían ser cálidas, que en su naturaleza albergan fuego, que son esencia misma de la vida.
No sé por qué hoy recuerdo aquella escena, aquel momento final en la vida de mi padre. Cometimos todos muchos errores, yo la primera, estando él con nosotros y él también los cometió. Olvidamos que somos humanos y eso nos hace sufrir demasiado...
Pero él ya no está. Supongo que sabe que le quisimos, cada cual a su modo. Es curioso que las personas tengan que llorar cuando alguien se va y tantas y tantas veces se arrepientan de no haber dicho o hecho. Yo siempre he pedido tiempo, no palabras, tiempo, no cosas, tiempo, tiempo, tiempo... Para no arrepentirnos, para no lamentarnos de no haberlo dedicado a quienes nos importan. Siempre se tiene pero nunca se da. Siempre se dice, "te llamaré" a un amigo pero nunca se hace o se hace tarde, cuando el olvido llega o cuando la tristeza ha enturbiado la amistad. Algunos dirán que la amistad no conoce de tiempos ni distancias, pero creo que esa frase es la excusa fácil para no regalar el mayor de nuestros tesoros, aquello que nunca regresa, el tiempo de nuestro reloj. Por eso pienso siempre en los relojes sin manecillas. Escribir y llamar, comunicarse por wasap, telegram, twitter, ahora que el mundo de las comunicaciones está al alcance de cualquiera es estupendo pero estar y tocar, ver la sonrisa en la cara y no tener que imaginarla ante la pantalla de una tablet o un móvil, es mejor.
¿Compartir un café y un abrazo? ¿Qué hay más maravilloso que sentir la mirada de tu amigo, su asentimiento en el rostro mientras le cuentas y que él vea la alegría en el tuyo cuando le ves? No entiendo que sea tan difícil usar nuestros relojes para eso, que seamos tan egoístas con nuestras horas y que, sin embargo, podamos perder tan fácilmente nuestro tiempo en otros mundos que no son de piel y miradas. Lo malgastamos y después nos lamentamos.
Mi padre se despidió en paz y a su manera. En silencio esperó a que yo llegara, compartió su tiempo conmigo aun dormido. También lo compartió con mi hermano durante toda una madrugada de conversación a una sola voz, aunque ya no pudo esperar más.
Porque sé que no debo perder mi tiempo en lamentar no haberlo usado como debiera, no voy tener que lamentar no tomar cafés y prefiero llegar a sentirme un tanto boba ante tanto "claro, nos tenemos que ver", a perder la ocasión de ver miradas y tocar piel. Soy así y así me dibujaron. Así soy y así deseo seguir siendo. Relojes sin manecillas y cafés, muchos cafés.