No sabes la de veces
que yo he ido hasta tu puerta
y me he vuelto sin decirte nunca nada,
ni llamar con los nudillos a la misma.
Yo quería transmitirte mis palabras,
recitarte unos poemas simplemente,
compartir aquellas letras
que nacían, sin pensarlo,
y dejarte ese regalo en tu alacena.
Pero el miedo superaba
los pequeños fogonazos de valor
que me llegaban
y me hacían suspender las intenciones
que tenía.
Es por eso que volvía quejumbroso
de esa puerta venerada,
de esa estancia donde estabas
y sabía que tus labios, tan ansiosos,
me esperaban con deseo.
Porque el miedo, como digo,
me embargaba por completo,
me atraía hacia su lado
provocando reacciones en mi cuerpo
y en mi alma.
Un sudor incomprensible se formaba
por mis brazos y mi espalda,
un torrente que me helaba
y que me hacía tiritar en un instante.
Y aquel cuerpo sudoroso y empapado,
se volvía hacia su punto de retorno
con la lágrima naciente en las pupilas,
dejando atrás aquella puerta venerada
con su magia inaccesible,
aquel cuarto donde tú
te entretenías con tus versos,
aquel mundo de ilusión y fantasía,
recreado tantas veces en mis sueños.
Rafael Sánchez Ortega ©
24/05/14