Así que el capitalismo era esto. Que los muslos crezcan de tamaño con pura fibra muscular, por tantos paseos a un lado y otro. Que se críen hermosas arañas vasculares como germen de las futuras varices de ancianidad. Porque para aguantar ocho horas de pie, sin una silla, hay que tener un buen aparato locomotor. Y a pesar del entrenamiento, las agujetas llegan. Siempre llegan.
Así que era esto; esperar clientes que no siempre están, ni siempre quieren comprar, ni siempre se dan cuenta de que les habla otro humano y no una boñiga reseca de cabra.
Y viajar por el submundo de este famosísimo centro comercial, pasillos de trastienda con olores a cocina, laberintos todos iguales, todo neón cetrino, una montaña de embalajes y transportadores en el tercer giro a la derecha (cuidado) y uniformes variables con el mismo color de fondo. Y normas. Sonríe. Prohibido el móvil en la tienda. Los papeles, en la taquilla.
Cuando sales del laberinto de pasillos ocultos, todo es luz halógena, orden y limpieza. Y nada de papeles para anotar. Señora, mire que robot de cocina tan bonito, cómpreselo DE UNA PUTA VEZ. Y el tiempo sigue siendo elástico, a ciegas sin móvil tampoco hay reloj y calculo a ojo que han pasado varias horas. Pero sólo hora y media. Dos. Y quedan... varios centenares de kilómetros, pasillo arriba, pasillo abajo.
Surge un círculo espontáneo con otras dependientas (porque los jefes son todos hombres y las que venden son todas mujeres) en el intervalo en que no pasa nadie. Hablan de libros. La mayor de todas (dice que ya está en la década de los 60) defiende casi a gritos los libros en papel frente a los electrónicos. Que dónde va a parar. Como ese día en que se fijó, en el transporte público, que estaba rodeada por 10 o 12 personas, todas con sus kindles, ipads y pantallas varias. Y ella orgullosa, con su libro en papel y además un buen tocho, y además muy orgullosa. Los demás la miraban como si fuera un bicho raro.
Y no puedo (quiero) evitar la pregunta.
—Por curiosidad, ¿qué tocho era? (apuesto a que...)
—Misión olvido.
—Ahá. Ya. (lo sabía)
Y pasa el tiempo, a ciegas, qué mal me llevo con el tiempo elástico. Hasta que se acaba y tengo que perderme otra vez por el laberinto de pasillos. Perderme en sentido literal, durante varios minutos, porque una esquina es idéntica a la otra esquina que debería haber tomado y no esta, que me lleva a vestuarios femeninos de 435 a 503 y no es por aquí.
Las normas de este famosísimo centro comercial ayudan a que sea todo ajeno. Ya no se me eriza la nuca de rabia porque esté criando futuras varices mientras otros permanecen (más o menos) cómodos en sus escritorios, dando a luz párrafos de los que no puede sacarse ni una sola línea inteligente o útil. Es que me da igual. Pero no un me da igual de la boca pequeña, del de lo digo pero no lo siento, cuando estoy en el remolino gritaría hasta quedarme afónica. Es un me resbala todo legítimo.
Ficho a la entrada y la salida, igual que una aduana. El carné, la tarjeta, la llave de taquilla.
Debe ser por las normas, diferentes a cualquier otro trabajo anterior. Las normas que provocan un retorno a la época dorada de la escuela (y del instituto) (y de la universidad) en la que era necesario el mismo trámite aburrido, con formato de clases en las que no se aprendía nada porque iban muy despacio, mientras se delimitaban las cinco, diez o veinte páginas que se escribirían después, ya en casa.
Y por eso, esta vez el dolor de pies es tan agradable. En lo que durará el contrato, da tiempo para acabar la tercera novela y el quinto poemario. Tiempo de sobra. Con lo elástico que es. Con la relación tan rara que tenemos.
Con el flequillo tan corto, se nota mucho el remolino de la frente, como hace tiempo. Y sonreír.