Revista Literatura

Rendir servicio

Publicado el 05 febrero 2016 por Leon

En un desierto extenso y cálido vivía un Fenec acostumbrado a las duras condiciones de aquel océano de arena. El desierto era su forma de vida, allí tenía su casa, una madriguera situada en una extensa duna de arena.
Solía pasearse por los poblados colindantes cuando la monotonía del desierto le aburría y, en una de estas visitas escuchó que uno de sus habitantes tenía un problema: una cría de elefante.
- Está muy enferma - dijo un Surikato amigo de la familia – Yo no puedo hacer nada más, pero conozco de alguien que sí podría salvarla: Es un Ñu que vive en el poblado Sur, al otro lado del desierto. Necesitamos que alguien le avise para que venga enseguida.
- ¿Cómo vamos a atravesar el desierto ahora, si está oscureciendo? – dijo la elefanta, realmente preocupada – Nos perderíamos. Y si no alcanzamos el poblado a tiempo, podríamos morir en el intento. Nunca lo conseguiremos.
- Yo iré a buscar al Ñu – les dijo el Feneq acercándose a ellos – Estoy acostumbrado a recorrer el desierto por la noche, y también si las condiciones son las peores.
- Muchas gracias, te estaremos siempre agradecidos – le contestaron los elefantes.
Y así partió el Fenek, con paso ligero, golpe a golpe sin descanso, sin aminorar su marcha, por dunas y pedregales, caminando hasta el poblado del Sur bajo las duras condiciones del desierto. Allí pudo avisar del problema de los elefantes, y ayudó al Ñu a llegar hasta ellos, para que pudiera salvar a su cría.
De regreso a su hogar fue pensando en lo que había hecho, y lo que más le llamó la atención de aquella historia no era que hubiese realizado una buena acción, sino lo poco que le había costado hacer feliz a los demás.

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