Durante un par de días deambulé entre los puestos ambulantes a fin de ubicar al vendedor que tuviera entre su mercadería la música dedicada en su totalidad al personaje casi legendario que fue Ernesto Guevara. Finalmente lo encontré y conversamos un rato: era un hombre de ojos aindiados y mirada serena, típica de los habitantes del Altiplano. Me aseguró que las canciones y los intérpretes que buscaba se encontraban en ese CD editado sin cumplir ninguna norma prevista por las leyes vigentes, pero antes de despedirnos determinó el destino de un viaje futuro que sería inolvidable mediante una pregunta que fue casi una interpelación: “San Ernesto de La Higuera, dijo con su voz amable, usted que lo quiere tanto, no fue a verlo, señorita?”
A partir de esa conversación intentaría, sin éxito durante algunos años, que alguien me acompañara a Bolivia. Sentía que la pregunta del hombre había sido una señal, y las señales están para considerarlas y actuar en consecuencia. Finalmente Juan accedió ante mi letanía al escoger cada destino de viaje y mi propósito de partir sola a Bolivia, y cuatro años más tarde, en octubre de 2011, el vuelo de AeroSur nos depositó en La Paz; fue el comienzo de un periplo único que iba a culminar con la visita a La Higuera, la tierra que vio morir al hoy eterno Comandante.
Bolivia es un país de contrastes y de misterios, signado por un tiempo propio debido a la cadencia personal de sus habitantes. No se rige por la lógica del capitalismo regional ni por las normas estáticas de las sociedades erigidas por inmigrantes: allí subsisten ritos diversos, costumbres ancestrales y un desorden generalizado y de alguna manera estructurado que asombran y enamoran al visitante o bien lo espantan y alejan, sin términos medios. Este territorio aún gobernado por leyes que están más allá de la razón fue el elegido por Guevara para protagonizar su última epopeya, destinada a eliminarlo según soñaron sus detractores, y que finalmente lo convirtió en leyenda.
Y aquí estábamos, en un taxi destartalado conducido por Félix desde Vallegrande en un trayecto de 50 kilómetros que se extendió durante tres horas, en camino al santuario erigido por los campesinos cuyo horizonte es esa tierra que no les pertenece y han dedicado a San Ernesto, pese a la indiferencia que sus antecesores demostraron ante su presencia los once meses previos a la ejecución, en octubre de 1967. Quizás a sabiendas de que perseguía una utopía, quizás movido por un impulso irrefrenable que le señalaba que tenía una misión que cumplir, quizás por su carácter vehemente y arrogante, lo cierto es que el Che resolvió en aquella tierra extraña el dilema de su existencia: patria o muerte. Y fue muerte.
La Higuera es poco más que una plaza, una escuela y el museo, con calles polvorientas que parecen haberse detenido en el tiempo y habitantes cuya existencia se ve alterada cada año por la peregrinación de octubre en homenaje al revolucionario. Los campesinos cuentan historias sobre milagros y fenómenos acerca de curaciones imposibles, caballos que aparecen cuando alguien necesita transporte, cóndores que señalan el trayecto del guerrillero por la quebrada del Churo, y aún se puede encontrar a algunas personas mayores que por unos centavos se explayan acerca de su fugaz contacto con el Che antes del final.
Hay una energía extraña y misteriosa en estos parajes, que induce a la nostalgia y nubla los ojos. Tal vez la tenacidad implacable y la unidad de pensamiento y acción que determinaron el sino del Comandante se encuentran impregnadas en los elementos, una suerte de herencia de sangre que ha de pervivir más allá del tiempo, como el recuerdo. Lo cierto es que su imagen de Cristo del siglo XX recorrió el mundo y la subsiguiente desaparición del cadáver durante 30 años terminó de sellar el destino mítico: su apostura y su sonrisa serían para siempre emblema de lucha social en un mundo cada vez más necesitado de esperanza libertaria.
He recordado en varias oportunidades con agradecimiento silencioso al hombre que me impulsó a visitar La Higuera y a ver con mis propios ojos el lugar donde se extinguió la vida física del Che, quien aún palpita en el corazón de tantas personas. Su ausencia fue inspiración para poetas y trovadores que contribuyeron a difundir personaje e historia; entre ellos, uno de mis favoritos es Silvio Rodriguez, quien ha captado de manera sutil la dimensión luminosa de Guevara y así la transmite desde su voz cálida : “…Preparando el milagro de caminar sobre el agua/ y el resto de los sueños de las dolencias del alma/ vino a rajar la noche un emisario del alba…”.
Se lo extraña, Comandante. Hasta pronto.
La fotografía ha sido tomada de la red global.
De blogs y premios LXIV
Así que he de cumplir con las reglas al respecto, que incluyen publicar el logotipo y nominar a su vez a diez blogs de WordPress, siendo los elegidos en esta oportunidad:
- Pebbles: siempre en movimiento.
- Alternativa sociológica: visión crítica y aguda del contexto latinoamericano.
- Rumbo a las antípodas: o los viajes de Asier.
- La caricia del gato negro: o la melodía generada por la escritura.
- Entre tardes: el mundo de Leticia Nogara.
- Poeta da Garrafa: palabra, imagen y poesía.
- Mis secretos de hoy: o cómo celebrar la vida.
- Fascinating foodie: para saborear con los ojos.
- Sally Cortés: una gitana que escribe historias de amor.
- Beauty Box Subscription Reviews: todo acerca de las cajas de belleza.
Gracias a todos por compartir sus contenidos en la blogósfera.
Aceite de palma de oliva o de coco se fusionan con el poder suavizante de la manteca de karité, dando como resultado jabones vegetales de máxima pureza y fragancias acordes, que proporcionan un momento inolvidable al ser empleados en la ducha diaria.
La cremosidad de la leche de coco y el hálito fresco de la lima conforman una alianza irresistible en este jabón, que además del rol que le es propio trajo a mi memoria aquellas tardes de paseo sin prisa por las calles occitanas. Y es que hay objetos fetiches que, al estimular nuestros sentidos, tienen el poder de remontarnos a instantes que recordamos felices, una y otra vez.