Réquiem para un soñador, por B. Miosi

Publicado el 21 junio 2010 por Blancamiosi

Al pensar en Filomena después de tantos años, no logro entender qué fue lo que me llevó a estar loco por ella. La recuerdo como una mujer un poco obesa, de piernas cortas, espaldas anchas y ojos pequeños de mirada penetrante. Su desnudez tal como la evoco ahora no me provocaría una erección, pero sin embargo en aquella época cada vez que la miraba me excitaba. Sus labios delgados y barbilla prominente daban a su rostro una apariencia casi masculina y en cierta forma creo que era lo que más me atraía. Su manera de dominarme mientras hacíamos el amor desataba en mí una pasión que únicamente podía saciar después de saber que la había complacido, al percibir en su piel la capa de sudor que me confirmaba que había quedado satisfecha, mientras sentía sus contracciones estando aún dentro de ella. Al recordarla aún siento nostalgia de la época en la que llegaba de la universidad y lo único que deseaba era hacerle el amor una, otra, y otra vez hasta quedar desmadejado, mientras veía su rostro satisfecho mostrando una sonrisa de triunfo, como si se hubiese tratado de una olimpiada y ella obtuviese la medalla de oro.
Filomena, la de los senos pequeños a pesar de su gordura, la que sabiendo que no era una beldad tenía a más de uno atado a sus caprichos. Me pregunto, ¿qué era lo que veíamos en ella? Era inteligente, eso no estaba en duda, y cuando se trataba de explicar la teoría y el uso de las series infinitas o las progresiones aritméticas o geométricas no había quién pudiera hacerle competencia. En el grupo era la única mujer, jugaba a los naipes como un auténtico tahúr; decía que era experta en el cálculo de probabilidades en experiencias compuestas, y todos creíamos que era cierto, ya que nunca le pudimos comprobar ninguna fullería. Y cuando ganaba, que era lo que generalmente sucedía, ella escogía a su hombre. Fui el afortunado más de una vez, pero a diferencia de los otros, yo me enamoré. No me importaba que ella se prodigara con cualquiera de los del grupo, sabía que después llegaría mi turno sin atreverme a pedir explicaciones por temor a perderla. Así pasaron los años, nos graduamos y ella viajó a hacer un posgrado al exterior. La última vez hicimos el amor como dos posesos. Y no la volví a ver.
Todos estos años he tratado de esfumar de mis recuerdos el placer irrepetible que Filomena fue capaz de hacerme sentir, la he comparado con las mujeres que sucesivamente formaron parte de mis tardes de hastío, y siempre ella salía ganando. De vez en cuando encuentro a alguno del grupo y hablamos de eso, siempre es así, creo que la hemos idealizado, yo, especialmente. Nunca encontré a otra que llenase ese vacío que dejó en mí, ni siquiera que se le acercase. Hoy aún me conservo solo y no pienso dejar mi soltería. Me cansé de buscar a la mujer adecuada.
Esta tarde iré a casa de mis padres, llevo montones de regalos en el auto, de pronto mi familia, en especial mis sobrinos, llenan el vacío que empiezo a sentir en los días festivos y me dispongo a pasar una velada más. Siempre he pensado que las Nocheviejas son como retratos que van quedando como mudos testigos de un pasado que no volverá, de los que se fueron, y ya no están más. La nieve inunda el paisaje y el piso resbaladizo hace que conduzca con cuidado, en estas fechas no falta algún loco que trate de arruinar la fiesta. Ni bien lo pienso, veo un taxi venir de frente y parece que sin intenciones de parar, me hago a un lado, pero es demasiado tarde. El vehículo se incrusta en mi coche. Después de la arremetida, bajo como un energúmeno. De la parte posterior del taxi sale una mujer baja, gorda, con una mata de pelo grisáceo y revuelto que se me enfrenta gritando. La sorpresa hace que calle lo que pensaba responder. Sus ojos me recuerdan a alguien.
—¿Filomena? —musito incrédulo.
—Carlos... —dice ella, avergonzada de su actitud.
Pero no es por su actitud, estoy seguro. Es por su apariencia. Yo mismo quedo de una pieza, no recordaba que era tan terriblemente fea. Claro, los años transcurridos... pero pareciera que en ella se habían amontonado todos al mismo tiempo. Giro el rostro y trato de fijar mi atención en la tremenda abolladura del parachoques. Pero es lo que menos me importa. Lo hago para evitar seguir contemplando su desagradable sonrisa, una mueca en un rostro fofo y deforme. Deseo desaparecer, huir del sitio.
—Carlos, aún me recuerdas... —dice tanteando mi reacción.
—Por supuesto, ¿cómo olvidarte?
Me encuentro diciendo, me da miedo que quiera algo más de mí, que logre despertar mi interés, que me obligue a mirarla, un terror profundo corre bajo mi piel, ya no quiero ese encuentro, ¡deseé tanto ese momento y ahora no sé cómo escapar!
Siento su mano áspera en la mía, parece que tiene intenciones de darme un abrazo, y con horror me doy cuenta de que no puedo moverme, me siento paralizado como el muñeco de nieve que está a un lado del camino con su boba sonrisa congelada. Ella acerca su rostro al mío, se empina lo más que puede —parece que se achicó aún más—, y acerca sus labios para darme un beso en la mejilla.
—Felices fiestas, Carlos —dice quedo. Su aliento huele a tabaco. Siempre fue una fumadora empedernida. Fumaba como un chino en quiebra.
—Gracias, Feliz Año —digo sin afán, pero obligado por las circunstancias le doy un abrazo.
Es mi perdición. Vuelvo a sentir el calor de su cuerpo, el palpitar de su pecho ahora pegado al mío, su sonrisa deja de ser espantosa y sus ojos cobran el mismo brillo que yo recordaba la última vez.
El chófer del taxi interrumpe diciendo que lo siente, me da su tarjeta, dice que el seguro cubrirá todo, y sigue excusándose, pero yo oigo su voz lejos, como el ruido del televisor cuando no quiero sentir la soledad.
—Nunca te olvidé, Carlos. Vamos a casa, te invito un trago. Tenemos mucho de qué hablar —dice con el mismo gesto dominante, la misma voz autoritaria que durante estos años añoré como un idiota.
Voy con ella. Nos metemos al coche que para mi fortuna o perdición arranca sin contratiempos y a escasas cinco calles llegamos a su casa. El lugar es tibio. Me lleva casi a empellones al dormitorio y sin yo darme cuenta me encuentro desnudo viendo cómo ella se quita sin recato una a una, cada prenda de ropa hasta quedar en bragas, unas enormes bragas, de esas que llegan hasta la cintura. Reconozco que no es apetecible, pero mi curiosidad es ya más fuerte que mi rechazo. Si antes su cuerpo regordete no hacía imposible mi excitación, ahora aquella mujer cuyo rostro de mejillas colgantes hacen juego con los rollos de su cuerpo, empieza a inspirarme repugnancia. Me echa en la cama y empieza a besarme, por momentos me falta el aire, pero me siento incapaz de rechazarla, pienso que es una pesadilla cuando se sienta sobre mí. Trato de pensar en otra. Lo contrario de lo que había hecho siempre. Me dejo llevar, y por un momento regreso atrás en el tiempo, vuelvo a sentir la misma excitación, y el mismo orgasmo que me dejaba agonizante. Sé que estoy perdido. Aún ahora me pregunto, ¿qué habría sucedido si no hubiera chocado? ¿Si no la hubiese extrañado? ¿Si no hubiese venido con ella?
No he vuelto a saber más de mi familia, ni de mis padres, ni mis sobrinos. Solo espero que Filomena llegue como todas las tardes para hacerme feliz.
B. Miosi