Uno se puede preguntar dónde empezó todo, el miedo, el deseo o la poesía. Nos gustaría saber dónde comienza la pregunta misma y por qué nos abrasa por dentro desde entonces. Pues bien, todo empezó con la conciencia, con la capacidad de ser conscientes de nuestras miserias. Por eso envidiamos a nuestros parientes, a los otros animales. Viven siempre en la superficie, mientras que los humanos hace tiempo que iniciamos un peligroso viaje a las profundidades, de nuestro ser y de nuestra civilización. No es raro que el poeta o el filósofo se acerquen a los animales con una extraña mezcla de envidia y superioridad, porque, si hablamos de ellos, y usamos la palabra, es que estamos por encima, aunque la palabra implique una cruel inmersión. Walt Whitman en “Hojas de hierba” expresa bien esa mirada: “Creo que podría transformarme y vivir con los animales. ¡Son tan apacibles y dueños de sí mismos! Me paro a contemplarlos durante tiempo y más tiempo. No sudan ni se quejan de su suerte, no se pasan la noche en vela, llorando por sus pecados… Ninguno está insatisfecho, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas…”
Reseña en LA GALLA CIENCIA
Publicado el 30 mayo 2015 por Cerebros En TonelesUno se puede preguntar dónde empezó todo, el miedo, el deseo o la poesía. Nos gustaría saber dónde comienza la pregunta misma y por qué nos abrasa por dentro desde entonces. Pues bien, todo empezó con la conciencia, con la capacidad de ser conscientes de nuestras miserias. Por eso envidiamos a nuestros parientes, a los otros animales. Viven siempre en la superficie, mientras que los humanos hace tiempo que iniciamos un peligroso viaje a las profundidades, de nuestro ser y de nuestra civilización. No es raro que el poeta o el filósofo se acerquen a los animales con una extraña mezcla de envidia y superioridad, porque, si hablamos de ellos, y usamos la palabra, es que estamos por encima, aunque la palabra implique una cruel inmersión. Walt Whitman en “Hojas de hierba” expresa bien esa mirada: “Creo que podría transformarme y vivir con los animales. ¡Son tan apacibles y dueños de sí mismos! Me paro a contemplarlos durante tiempo y más tiempo. No sudan ni se quejan de su suerte, no se pasan la noche en vela, llorando por sus pecados… Ninguno está insatisfecho, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas…”