Tan sólo siete letras para un término tan grande, tan pesado y contundente. Tanto es así, que me cuesta abordar este texto.
Se habla del respeto en diversos ámbitos y siempre parece que se zanja categóricamente una cuestión al pronunciar esta palabra. Ella por sí misma impone, delimita, te hace frenar.
Últimamente recapacito a menudo acerca del respeto entre padres e hijos, del respeto en sí mismo y de lo que socialmente este concepto supone. Será que nuestra hija está creciendo y con ella nos vamos introduciendo en nuevos ciclos, en situaciones cada vez más complejas, con más gente sumada a medida que ella interactúa con su entorno: habla, escoge, se reconoce a sí misma y reacciona. Es maravilloso verla cómo se desenvuelve, tan espontánea, una delicia de frescura.
Para poder hablar del respeto, en realidad, deberíamos preguntarnos con mayor frecuencia qué significa para cada unx de nosotrxs, puesto que no es algo hermético y, desde luego, cada cual se hace un traje a medida en función de sus apreciaciones y lo que espera de los demás.
El respeto para mí debe contener una pizca de empatía y admiración hacia la otra persona, cuando aceptas al otro tal cómo se muestra, sin transgredir sus límites, sin tratar de coaccionar, aun pudiendo no compartir sus ideas o actitud.
Me sorprende que se asocie el infundir respeto a los hijos con la autoridad que como padres, supuestamente, debemos ejercer sobre ellos. La idea de que los hijxs deben respetarnos por el mero de hecho de ser sus progenitores no la encajo. Hay muchas maneras de hacernos respetar como padres y, como en tantos otros aspectos de las relaciones humanas, el respeto hay que ganárselo, no es algo que venga en los genes, sino que se acaba destilando al trabajar y cuidar las relaciones.
Cuando nos imponemos como padres entiendo que lo hacemos porque no nos gusta que nadie, ni siquiera nuestros hijxs, transgredan ciertos límites que para nosotros son importantes. Por ejemplo, no permito que mi hija me agreda o me insulte, ni aun jugando. Y así se lo hago saber, hablándole de manera clara y contundente, a su altura. No es un hecho de imposición al estilo, “soy tu madre y no me tratas así” que vendría a ser como hacerla sentir por debajo de mí simplemente por ser la hija, sino más bien transmitirle que no admito agresiones hacia mi persona ni mi espacio. De este modo, creo que ella también va entendiendo que sobre su cuerpo y su ser ella es la soberana y quién delimita los límites de cara a los demás. Y lo digo porque ya la he visto en alguna ocasión plantarse frente a alguien.
Me choca que se equipare el tratar autoritariamente a los hijxs, agrediendo verbalmente, amenazando, intimidando o golpeando, incluyendo la “bofetada a tiempo” (si es que existiera un tiempo oportuno para ello L), con ganar su respeto. Perdonadme, pero no creo que lo que se obtenga sea precisamente respeto, aunque en la práctica creamos que así es por el mero hecho de que acaban reaccionando como nosotrxs deseamos. Creo, más bien, que aprenden de las consecuencias y, con los años, cada vez nos será más difícil moldear las situaciones, si es que queda algo por moldear ya, puesto que ellos mismos podrán discernir no sólo acerca de lo que ocurre en el presente sino de todo lo ocurrido en el pasado.
Habrá quiénes repitan las conductas como un mecanismo aprendido, pero habrá quiénes entiendan claramente que en esos momentos determinados quiénes en realidad nos estaban faltando al respeto eran nuestros padres, en su propia incapacidad de marcar límites de otro modo, bien por deseo o creencias, bien por falta de templanza. Para mí, cuando un padre, madre o cualquier otro adulto levanta la mano a su hijx o le agrede verbal o psicológicamente, más aún cuando ni siquiera se trata de sus hijxs que también ocurre, ese hecho en sí mismo ya es una derrota del adulto y como tal, debería permitirse unos instantes para recapacitar acerca de lo sucedido.
Emplear la violencia no nos hará más respetables, ni como padres ni como personas, no podrá enriquecer ningún tipo de relación que deseemos mimar. Me pregunto cómo es que vemos esto claramente al interactuar en nuestro entorno laboral o entre nuestras amistades y porqué entonces se acepta en el ámbito familiar, perpetuando la relación jerárquica. Debemos educar a nuestros hijxs, claro está, somos su guía y su principal modelo de referencia, de modo quenada podrá aportarles más que lo que nosotros hagamos y cómo nos desenvolvamos, porque durante muchos años entenderán que lo que viven en su día a día es lo normal. Pero no será así siempre y podremos ver como ese respeto, del que tanto nos vanagloriamos, se tambalea o hace añicos, aunque aparentemente no deseen, o no sean capaces, de hacérnoslo saber con palabras.
El respeto es algo hermoso, pero deber ser mutuo. Si deseamos ser respetados como padres debemos respetar a nuestrxs hijxs, es bidireccional. Así es como entiendo que esas siete letras toman todo su esplendor, como las siete notas musicales o los siete colores del arcoíris. Todo en su justa proporción. Todo en armonía.