El deseo de acariciar la muerte se produce en todos los instantes. Se han sentando los indolentes junto al viejo Sultán. Debo hablarles de aquellas sensaciones que no pueden explicarse con la simple impresión de una mirada.
Comienzo a hablar. Les manifiesto las pocas ganas de vivir que he poseído a lo largo de mi vida. Aclamo a la muerte por los pasillos, por las esquinas, en las calles perdidas. Cuando la tengo de frente le suplico que no me abandone. Pero ella, con el sarcasmo de su falsedad, sonríe y toca las palmas.
La poesía nunca pudo suplir la necesidad de morir. A veces engañaba con los endecasílabos, otras con los alejandrinos. Ni las nubes, los árboles, las estrellas o el agua de lluvia fueron capaces de hacerme cambiar de idea. De rodillas, en una ocasión, supliqué su presencia eterna. No apareció.
Me dejó las camisas planchadas y el desayuno en la mesa del salón. Aún conserva la cama el espacio que ocupó su figura pesada por los huesos.
Los indolentes mantienen una extraña expresión en el rostro. Entienden, comprenden, no manifiestan ni ejecutan los actos. Sultán mueve el rabo y lame sus pelotas.
Esta mañana me levanté con fuerzas. Tomé una cartulina y escribí una leyenda que coloqué en la puerta de casa.
ESCRIBA POESÍA RESPONSABLEMENTE.