Susurró él, rompiendo el denso silencio del ascensor, tras detenerse en el segundo piso del hotel y quedarse solos los dos. Entre el tercero y cuarto, en ese trayecto que llevaba al paraíso, metió su mano por debajo de la falda de ella, mientras la mujer recorría con anhelante deseo los dos centímetros de la oreja al cuello de él con sus húmedos labios.
Treinta pasos a la puerta, recorridos entre caricias y besos.
Tres horas de olvidos y sueños entrelazados. Tres horas para olvidar la rutina, tres para atarse a esas piernas. Ambos. Cualquier lugar era bueno, pero ese discreto hotel, descubierto semanas antes, se había convertido en el ideal para satisfacer sus deseos más íntimos. Entre esas cuatro paredes no había prisas ni rutinas. Podían soñar que nadie ataba, ni sujetaba con cuerda corta, ni dirigía hasta el intervalo de sus respiraciones. El compromiso solo era con ellos mismos. Cuanto más se arrugaban las sábanas, más se abría el cielo. Y así, acababa todo entre destellos de luz mojada. Hasta la siguiente ocasión. Necesaria, como ese hotel, ese ascensor y ese cuarto. Porque cuando en un dormitorio el deseo muere, en otro clandestino resucita.
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