El patrón del pueblo de Celia, era San Antonio y se celebraba el trece de Junio.
A pesar de que la mayoría de las veces el tiempo no solía acompañar, era para ella la fiesta deseada a lo largo del año.
Apenas era una adoslescente llena de ilusiones y sueños con toda la vida por delante.
En aquella época se vivía con más austeridad que en la actualidad, sobre todo si se pertenecía a una familia de clase sencilla. Por eso no era tan habitual estrenar ropa o zapatos.
Celia era presumida y muy coqueta. Por eso esperaba cada año con enorme ilusión poder estrenar un vestido nuevo para la ocasión.
Recordaba de manera muy particular unas sandalias último modelo de entonces, estrenadas para esos días de fiesta. Fue muy feliz con sus dedos al aire, como queriendo atrapar el camino que se abría ante ella pleno de ilusiones y sueños en libertad.
El pueblo engalanaba sus calles y grandes y pequeños se lanzaban a la calle a disfrutar por unos días.
Se olvidaban viejas rencillas y la felicidad de la vida se hacía eco por callejas y plazas.
Los gigantes y cabezudos arrastraban tras de si un gentío de chiquillos alborotadores que trataban de zafarse de los escobazos con que eran obsequiados por aquellos personajes.
A Celia le daban un poco de miedo aquellos capirotes de sonrisas a veces un poco malévolas, y también los gigantes, que acentuaban su pequeñez y la intimidaban con su enorme estatura..
Pero le encantaban los pasacalles donde la música se adueñaba de los rincones resaltando con sus notas la belleza de la vida. Amaba la música y estaba bien dotada para el baile.
En su ilusión juvenil, Celia, pensaba que la vida de la gente del circo era única en vivencias al visitar pueblos y ciudades inimaginables.
Se le antojaba que debían llevar una vida pletórica de farolillos de colores, no tan monótona como la de ella. Y soñaba con ser trapecista, payaso, bailarina...
Se imaginaba un mundo idílico, porque a esa edad en que te acosan los sueños, la realidad te asfixia.
Lo que no quería ver ella, es que la vida de las gentes del circo no estaba exenta de sacrificio y esfuerzo como todas la vidas del universo.
Y es que a lo largo de su vida siempre le acompañó un puntito de bohemia que le mantenía viva y al que nunca quiso renunciar.
Cuando la carpa desaparecía, se llenaba de nostalgia. El circo se iba y con él sus ilusiones inventadas.
Lo que también le gustaba era acudir a las barracas y disfrutar con sus amigas.
Aunque no corría riesgos. Tenía un vértigo enorme a las alturas y casi todas aquellas atracciones gozaban como incentivo de aquello que le producía un malestar incontrolable.
Alguna vez por no quedar como miedosa, se atrevió a subirse a las cadenas. Era un carrusel del cual pendían unas sillas sujetas por unas cadenas que giraban un y otra vez al aire. Nunca pasó tanto miedo cuando uno de sus amigos que se sentaba al lado, le fue dando vueltas y más vueltas hasta hacerla casi un nudo y soltarla de repente con toda su fuerza bruta.
Creyó morir en aquellos instantes que se le hicieron eternos, mientras las cadenas giraban como locas hasta deshacer aquel tremendo enredo.
Nunca más volvió a subirse.
Eran menos peligrosas para su manera de ver, unas barcas al ras del suelo, con capacidad para dos personas, donde el dueño te balanceaba según tus gustos y en las que se subía siempre que su economía se lo permitía.
Los coches de choque también le llamaban la atención pero si abusar...
Le entretenía mirar las tómbolas donde se podían adquirir numerosos regalos disparando a una pelotita o un muñeco que salia de una especie de ventana. Si tenías la suerte de abatirle, conseguías un premio. Pero nunca se atrevió a tomar en sus manos una escopeta dado su carácter pacifista aunque fuera como un juego.
En otras tómbolas, la gente se arremolinaba con su boleto en las manos, esperando el sorteo donde se rifaba una muñeca o un peluche a veces enormemente grande y muy codiciado.
Sus puestos preferidos eran los del algodón de azúcar de colores donde la magia era dulce, dulce...
Solía, Celia, enamorarse cada año de los chicos que venían con las barracas.
Disimuladamente les observaba en su ir y venir por la plataforma de los coches de choque. Uno de ellos le gusto de manera especial, y acudía casi todas las tardes para verle y hacerse notar. Él, la ignoraba porque era mucho más mayor que ella y jamás reparaba en su presencia.
Una de aquellas tardes se balanceaba sobre unas barras tratando de llamar su atención, cuando de repente, se cayó al suelo todo lo larga que era...
Entonces, si...el joven mozo se fijo en ella, tratando de disimular una atrevida sonrisa maliciosa viéndola en tan lamentable estado...
Aunque compasivo la tomo de la mano para levantarla sin que hiciera demasiado tiempo el ridículo delante de los allí presentes.
A ella le bastó aquel gesto mientras ruborizada le daba las gracias mirándole a los ojos.
Pero aquel percance le sirvió para hacerse amiga de él. Y una noche junto con su amiga y un amigo de él, quedaron para verse y salir a dar una vuelta.
Paseaban por la calle Mayor, cuando el hermano de Celia, les vio muy sonrientes. Pudo ver en el semblante de su hermano mayor, un rictus de desaprobación y temió que la abordara allí mismo para obligarla a dejarle plantado.
Los hermanos en aquella época eran guardianes fieles de sus hermanas privándolas de su propia decisión a veces, tratando de salvaguardar su honor.
No era la primera vez que ejercía de caballero andante rescatándola de galanes no deseados, mientras ella se rebelaba de su situación femenina.
Y no eran pocas las trifulcas entre ellos, porque Celia era una mujer de carácter y muy segura de ella misma.
Continurá...