Revista Literatura
Retazos de una historia, María Cristina Carrizo
Publicado el 22 enero 2013 por AdriagreloANGUSTIAS Y DOLORES – a los ocho años.
Se los podía escuchar aunque estuviésemos medio dormidas. El primer sonido era el timbre; después, algún plato que se rompía. Todas las noches se repetía lo mismo.Me encerraba en el baño, sobre el inodoro. Desde la escalera se los podían escuchar mejor.La voz de padre casi ni se escuchaba; al principio, cuando regresaba de trabajar. Por momentos, la discusión parecía amainar.A las seis tienen que levantarse para ir a la escuela.El trabajo, el jefe o la plata. Siempre la plata. Al final, vago e inútil, un poco antes del portazo.En la misma habitación, mi hermana seguía despierta. Yo, sentada. Por ver si dejaba de contener su llanto.-Cuando seamos grandes, nos vamos a vengar de esta mierda, Murmuraba yo.Al rato, afónica y con la cara enrojecida se metía en mi cama.La mañana siguiente no podíamos evitar los ojos hinchados. La ronda de excusas.- ¡Que sea la última vez que no duermen cada una en su lugar!, gritaba madre.
EL MOSTRO
Nosotros, a toda hora del verano en la calle. Asolamos cada uno de los pasajes con nuestros gritos. Los vecinos asomados a la puerta se reían por lo bajo. Los mil y un días de los indios Carapachay, murmuraban. Nunca llegamos más allá de tres o cuatro cuadras a la redonda. Por eso elegíamos los platos de metal.Sacábamos galletitas de la despensa. Conseguíamos palos largos que caían de los árboles. Éramos una bandada que aprendió a cambiar pañales; a robar trapos y almohadas por la noche. Y al día siguiente, vacilamos sobre los cordones de la vereda, bajo el sol y el ojo de madre, barriéndola.Andreíta, a veces, no podía salir por su dolor de oídos. Otros días, Irina y sus hermanos llorosos, tras las rejas verdes. El padre de Alicia y Josecito, cada tanto, los corría con un rebenque. Si llovía, Carmen y su hermana Helena invitaban submarino con bizcochos. Esa casa olía siempre a perros y viejo hacinado. Y el saludo de su esposo, a alcohol.Lo primero que conseguimos fue una pequeña linterna, recuerdo. Bajo el mentón, en las noches de luna nueva.Cada vez la pedía otro. Quería ser El Monstruo.
LA MUERTE DEL GENERAL – a los diez años
Lo encuentro a papá en la habitación más grande. Me paro en el marco de la puerta. Bajo sus ojos hay más oscuridad. Está sentado en el borde de la cama matrimonial. Con la camisa desabrochada; en la derecha, la chaqueta del uniforme azul. Todavía en la cintura, el arma reglamentaria.Al lado de sus pies, hay dos botones dorados. Me acerco para levantarlos y sentarme. Con los ojos fijos en la pantalla, me hace seña de alto. Solo puedo ver de la televisión prendida, la carcasa.Entonces, me siento en la cabecera de esa cama de matrimonio. La espalda bien derecha apoyada en la cabecera.Veo las imágenes de un entierro multitudinario. De fondo, la voz del hombre muerto. Hablando cansina, con autoridad frente a otra multitud de jóvenes.- Y esta vez, esta vez... – murmura, solloza mi padre- no vuelve más.
EL FITITO - a los doce años
Piso, con la bicicleta, tierno celeste en las veredas. Me acaricia el viento ahumado con eucaliptos. Después de llover, los troncos añosos del barrio se vuelven oscuros como el petróleo.Una vez, me llamaron. Sin apagar el motor ni bajarse de un pequeño auto blanco.Era joven el hombre con anteojos. Me acerqué con la bicicleta al cordón. Preguntaba por una calle. Sonrió y yo sonreí. La camisa blanca afuera del pantalón. Una goma gruesa en la cintura que se movía un poco. Sin sonreír más, me quedé mirándola.Luego miré su cara. Esa sonrisa se parecía a una de la televisión. Balbuceé. Miré hacia el fondo de la calle y le contesté que no sabía.Pero es ésta, pensé. Un calor sentía de mi pecho a mi cuello.Lo miré otra vez. De reojo, supe que la goma seguía en el mismo lugar. Muy callada escuché:- ¿Por qué te ponés nerviosa, nena? – Con el pie derecho ya en el pedal, contesté:- Señor, yo no estoy nerviosa. Arranqué sin mirar para atrás. Mejor no decía nada en casa. Ojalá hubiera podido encontrar pronto a Silvina. No sabía qué era eso que tenía el hombre. Por qué se reía de mí.
EL SONIDO DE LA MANO – Argentina, 1976.
Sonidos de agua y vajilla en la cocina. Hasta las habitaciones infantiles de la planta alta llegan en sordina.Dos vueltas de llave, en la puerta de calle. El hombre de la casa entra en la cocina. Su mano izquierda apoya con cuidado la pistola cuarenta y cinco arriba de la alacena. La derecha, en el hombro de su mujer. Con ojos y voz de haber dormido casi nada, murmura:- El tipo sale tarde.- Decíle que el fin de semana no podés. Mi hermano..., intenta continuar.El hombre caminaba hasta el baño pero se detiene.- ...un garca que tiene contactos..- ...los chicos me hacen renegar.- Trabajo para vos y para ellos...- ¿Con este jefe no te peleás todos los días? – Acota ella y abre la heladera.- Con un civil sólo discuto por dinero...- ...entonces...- ¿Me venís escuchando? ¡El jefe permite todo tipo de ilícitos!- No es tan malo; exagerás – Sonríe. Un sachet de leche en la mano.- Se aprovechan del decreto...- Rebelde y vago. Por algo mi padre no te quería...- ..era contrera y punto...- ...¡peronista y policía!, grita la mujer.- ...calláte, calláte, calláte – murmura él y en milésimas de segundo, atenaza sus muñecas – Los vas a despertar.- Me los llevo a casa de mi hermana – responde parada sobre un charco blanco en el granito negro del piso de la cocina.El hombre se sienta y hojea el diario con una media sonrisa.- Traslado: el Mundial78 lo vamos a ver desde la provincia de Río Negro.- ¡Dios mío! – Exclama su mujer desde el baño. Se masajéa las muñecas bajo el agua fría y agrega- ¡Cambios de colegio en septiembre!- Negativo. El 10 de enero, viajo. Después, ustedes en camarote. Casa por dos años, mínimo. Un extra mensual importante durante el primer año por zona desfavorable. Me voy a dormir.Las llaves de la puerta de entrada suenan otra vez.La mujer sentada sobre el inodoro mira el espejo y da un portazo.En el primer piso, otra puerta entornada - muy despacio - se cierra.