Hoy he pensado, no sé si acertadamente, en la admiración que profesamos los de mi generación por los grandes discursos, las palabras ampulosas y rimbombantes, los temas profundos y de calado, etcétera.
Teníamos un amigo que se jactaba de la importancia de los temas de conversación de nuestras escasas reuniones.
En ellas hemos hablado de mundos paralelos en noches toledanas, del 2.0 y el marketing viral al amor de una lumbre; de Hegel. Hemos discutido científicamente y con datos sobre para que lado se echan el pelo los habitantes de Cincinatti, Ohio, afirmando vehementemente unos que a la derecha, otros que a la izquierda y algunos asegurando la calvicie de los cincinateños. Retórica rebuscada con acento tomellosero que demuestra el poco valor que le damos a la palabra al usarla tan profusamente.
Los estoicos abuelos manchegos usaban las palabras con cuentagotas, pero certeras como pedradas. Siempre escuchaban y solo hablaban cuando tenían algo que decir y era casi siempre una sentencia generalmente infalible.
Y nuestros hijos no hablan o si lo hacen se arreglan con cincuenta palabras.
Como siempre, nos ha pillado todo en medio.