Soy buenísima para hacer economías en la cocina. La mayor motivación para hacerlo es la necesidad, pero la verdad es que me da mucha pena el desperdicio de comida, así que lo he hecho siempre: cuando hay mucho y cuando no hay tanto.
Respeto la comida porque sé que otras personas tienen hambre y que el consumo irresponsable en unos lugares se relaciona con la miseria de otros sitios; ni qué decir cuando se trata de productos de origen animal: tengo conciencia de que un animal fue ejecutado o confinado a un ambiente hostil para satisfacerme.
Así que aquí, en la medida de lo posible, no se tira la comida. Y cada vez que hago una "jugada" en este sentido, me siento orgullosa. Como el día en que nació la sopa de jícama porque media jícama avejentada ya no se antoja para comer con limón y chile.
También me encanta cuando una cosa se transforma en otra y luego en otra más. Hace unos días preparé avena, pero no había azúcar y así no tuvo gran éxito. La niña comió apenas una pequeña porción; sobró mucha. Usé una parte de eso para hacer hot cakes. A lo que dejé como avena, le puse azúcar cuando ya hubo. Esta vez la niña comió una porción normal, pero siguió quedando. Entonces volví a hacer hot cakes, pero como ya tenían azúcar, no le ofrecí a B la cucharadita de miel con la que los acompaña últimamente.
Y así los restos de un guisado se incorporan a otro y los pedazos grandes de tomate o de cebolla cocida que no nos comemos en los caldos se usan para algo más. Solo se tira algo si tengo sospecha de que pueda estar descompuesto.
Silvia Parque