Revista Fotografía

Ribadesella y el Fitu. Por Max.

Publicado el 02 diciembre 2011 por Maxi

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El río Sella vierte sus aguas al Cantábrico, en un serpenteante estuario, que parte en dos la preciosa villa de Ribadesella, que en tiempos remotos poblaban los salaenos, siendo también en aquellas vegadas, frontera natural entre astures y cántabros.

Sin duda desde tiempos prehistóricos, este territorio estuvo habitado por la especie humana, no en vano abundan los abrigos naturales y cuevas, algunas tan importantes como la de Tito Bustillo, que nos muestra impresionantes representaciones del arte rupestre, como las que encontramos en sus paredes cubiertas por variados grabados, figuras de animales y signos que datan de la época magdeleniense.

Comenzaba a clarear, corría una ligera brisa; el sol después de sortear la cresta de la montaña, se enfrentaba a los dragones pardos que nadaban por los colgados mares de azul del cielo, al pasar de largo el astro, estas nubes blanqueaban y perdían la forma, y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y el valle y la hondonada parecían ensancharse y agrandarse a la luz del medio día. A lo lejos los jirones de la niebla perezosa, vagan, rodean y abrazan la montaña del Fitu, dejando solo ver el elevado vértice del pico Pienzu.

Aparcamos el auto en el muelle y después de pertrecharnos convenientemente, emprendimos el asalto a la ermita de la Guía situada en la cima del monte Corberu, para ello caminamos hasta el final del paseo Marítimo y subimos por la escalera, situada al término de este. Desde allí arriba se divisan las dos orillas, la playa y las cordilleras al sur. Los rojos tejados de las casas, cuelgan esparcidos por el monte. Al otro lado nos podemos asomar al precipicio de rocas afiladas que dan al Cantábrico, con su costa divinamente dibujada. Un trío de cañones apuntan a la entrada de la ría para impedir el asalto de los peligrosos piratas ingleses.

Desde allá arriba se ve toda la villa esparcida a ambas orillas del gran estuario, la playa, las cordilleras al sur, los tejados rojos de las casas que pueblan el Monte Corberu. Al asomarnos al precipicio del acantilado de roca afilada, tenemos de fondo el Cantábrico y la quebrada costa perfectamente dibujada. En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de otoñales hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo. El inevitable eucalipto también se extiende por todas las laderas como si de una maldición bíblica se tratara.

En el término del horizonte, bajo un cielo inflamado por nubes grises, traspasadas por medrosos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra del Fitu, como una muralla grisplomiza, coronada en la cumbre por el ingente pedrusco del pico Pienzu y veteada más abajo por las grises estrías de calizas menores. En otra dirección tenemos la sierra de Escapa, cuya altitud máxima es el pico Monfrechu, desde donde doy fe que se pueden observar estupendas panorámicas de la desembocadura de la ría y de los picos de Europa; terminando por completar el cerco por tierra, con las sierras de las Pandas, con el pico de Jorao y la de las Coronas, cuyo techo es el pico Jabarico.

Después de hacer un reconocimiento de los alrededores de la ermita, antiguamente guía de los pescadores, no en vano se encuentra elevada como si de un faro se tratara y mirando al mar y a la villa indistintamente, continuamos caminando en leve descenso por una estrecha calle asfaltada entre viviendas unifamiliares. Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pastaban en un prado más elevado, de improviso nos alertó el ladrido de un cachorro de perro que se asomó por entre los barrotes de una finca para vernos pasar, más adelante un par de ponies nos contemplaron con aire de tristeza. El ulular del aire; y todos esos rumores lejanos del trajín en las caleyas de la villa, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la quietud del paraje, como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio. En el descenso, pasamos por delante de la Torre de la Atalaya, con su fachada colonizada por enredaderas y plantas trepadoras, aunque al estar secas no llamaban la atención como lo hacen en plena primavera.

Siempre que llego a esta villa me viene el recuerdo de los dieciocho años, el primer sábado del mes de Agosto se celebra el descenso de las piraguas por el río Sella, en aquellos tiempos de pleno apogeo del fascismo, para la gran mayoría de los jóvenes era un día señalado de borrachera continuada, comenzaba en la mañana en el autocar y solía terminar a altas horas de la madrugada entre cantos, abrazos y risas perpetuas con los colegas, el lema era olvidar las cadenas de unos tiempos grises, el domingo se dormía la turca.

Después de comer los bocadillos, con el poblado a nuestros pies, contemplando las preciosas vistas de la playa, el muelle y las casas esparcidas abrazando la desembocadura del Sella, descendimos al casco histórico, una serie de callejuelas peatonales, estrechas y con las paredes coloridas, hasta llegar a la plaza de la iglesia, aquí hay varias sidrerías, cafeterías y restaurantes, donde en una de sus terrazas tomamos el café y dispusimos el acercarnos más tarde a dar un paseo por el Fito.

El mirador del Fitu tien forma de cazo con el mango un pocu esparrancau, el paisaje que allí se nos brinda en cualquier dirección, es de postal, hacia un lado los Picos de Europa con toda su grandiosidad, en la costa se distingue a Ribadesella, varios pueblos y playas que salpican de vida el Cantábrico, los poblados de la Isla, Colunga y hasta Lastres aparece como una mancha blanca, que destaca entre el azul del mar y el verde del monte

El sol se escondía por entre las copas de los abetos, mientras las sombras crepusculares se extendían por el entorno, el aroma que desprendían era fuerte, casi sofocante. Los troncos secos de varios esqueletos de árboles no identificados, se destacaban y relucían como fantasmas, formando una arboleda sombría y bella. Hay un par de áreas de descanso cerradas con mesas y barbacoas, saltamos el cerco y avanzamos pisando las agujas de abeto, que cubrían la tierra con una buena capa. Reinaba el silencio y la penumbra, las cimas de los árboles mostraban un leve temblor que hacía reverberar la luz con varios colores, en las telas de araña que de ellos colgaban. Aprovechando un banco, dispusimos la cámara para que nos hiciese unas asemeyas, con el precioso fondo del mar y las villas de Colunga y Lastres.

Acá y allá, sobre las colinas se apagaba el verdor, siendo sustituidos los tonos vivos, por los más tostados del otoño, las vacas cansadas de pacer, vagaban cachazudas esperando la llegada de la noche. Por encima los cuervos atareados vuelan al lugar de descanso nocturno, como velos negros desplazados por el viento. Pasa uno el tiempo ensimismado, escuchando el silencio, ora una lagartija hace un leve murmullo en la hojarasca, que te lleva a escuchar, pensar y disfrutar. Con una temperatura primaveral no apetecía abandonar este feliz observatorio de la conjunción estelar de la montaña y mar.

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Ribadesella y el Fitu.  Por Max.

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