Richard Alan Schmid
Me encuentro con un mensaje, en un principio ilegible, como quien encuentra un billete en el piso y tiene que desdoblarlo para saber si es de cinco o de veinte. Voy a buscar mis anteojos –que a estas alturas se corresponden a mis ojos verdaderos- para tratar de desenmarañar las letras que se mezclan aún más cuando intento acercarme a la pantalla.
“No me queda mucho tiempo.”
Eso y nada más. Hora: 1:04 a.m. Visto: 7:29 a.m.
Me pregunto en primera instancia si ese poco tiempo ya transcurrió a la madrugada y se esfumó. De ser así estoy al horno. De cualquier manera estoy al horno. No sé qué significa ese mensaje. ¿Un error tal vez? ¿Se habrá equivocado de destinatario? Le sucede casi a todo el mundo.
No sé qué contestar. No sé realmente qué preguntar. Tampoco estoy segura de si deseo alguna respuesta. Mi océano está atestado por tantas dudas e incertidumbres que ni Greenpeace puede salvarlo.
Me imagino ese tiempo como una cinta dorada que se extiende desde aquí hasta donde está él, y que el tiempo que sobra es el que tardamos en enrollarla. De ser así apenas nos veríamos unos minutos, mientras se juntan los extremos de la cinta, luego desapareceríamos, de la misma manera que lo hacen mis sueños cuando me despierto.
Puede que se le esté terminando el tiempo para no verme, lo cual hace que vuelva mi vista hacia la esquina y me lo imagine dando la vuelta por ésta: caminando con la vista alta que muestra sus ojos de miel, su sonrisa a media asta y su andar tranquilo. En cambio por la otra cuadra se asoman adolescentes bulliciosas con largas melenas alisadas, riendo, descaradas, engañando mi fantasía y rompiendo los cristales del tiempo. Traidoras! Si tan sólo la vereda hubiera quedado vacía no hubiera sentido semejante usurpación en la pajarera que tengo en la cabeza.
Empiezo a teclear, imaginando de golpe una enfermedad terminal que impida vernos por los siglos de los siglos otra vez en esta vida. ¿Es que nos teníamos que volver a ver? Trato de recordar en qué capítulo inconcluso decía que nos volvíamos a encontrar, y me encuentro con esas promesas que se hacen sólo cuando uno es joven e inocente, y no sabe nada de las oportunidades perdidas.
03:09 p.m. No hay indicio de error, de rectificación, de mayor explicación que aplaque mis dudas. Borro la parte en la que estaba preocupada por un asunto de estado y empiezo a escribir sobre las oportunidades, los lugares, unas veinticuatro horas o unas doce, paseando en una calle de una ciudad cualquiera, recibiendo el tibio sol de junio, sentados en un café, hablando de banalidades como ¿qué tal los chicos? o ¿qué estás leyendo ahora?, con pocas expectativas, o con ninguna.
Pienso, me pregunto, me respondo, formulo hipótesis y elucubraciones, una ridiculez más grande que la otra. Es más fácil; debe ser fácil, simple, sólo hay que dejar de dar vueltas.
Empiezo a teclear nuevamente, más tranquila, franca y directa un “Qué?” cuando aparece:
“Perdón, no era para vos.” Hora 03:22 p.m. Visto: 03:24 p.m.
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