Punto final. Mi auto murió de muerte repentina y definitiva. Un día de la semana pasada, al tratar de encenderlo en la mañana, el motor hizo ‘ñiiii ñiiií ñiiiíí...’ y no pasó nada. Un segundo y tercer intento produjeron respuestas como ‘takatakata!...’ y ‘trrr trrrr trrrr...’. Mucho ruido, pero poco motor.Simplemente no partió. Uno, que ya por estas alturas se siente experto mecánico, piensa que simplemente es la batería, va y re-aprieta las conecciones. Un vecino más experto que uno diagnostica que es el ‘starter’. Y así...
Nada. Finalmente uno termina llamando la grúa de la CAA y transportando el autito al mecánico. Ahí queda. Como en el hospital, a espera de los exámenes y el diagnóstico de esos doctores de buzo azul engrasado.Horas después el llamado no es alentador: ‘Tiene malo algo en la dirección, y los ejes no se qué...’ Pronostican una cuenta elevada.Me llaman al día siguiente. Dos mecánicos y yo, mirando al auto enfermo, abierto y con las tripas afuera, conversamos sobre las posibilidades de curación. No son muchas y son caras. Mínimo dos a tres mil dólares. Quizás, nos preguntamos, no vale la pena.
Así es que ahí queda. Saco mis cosas de guateras y maleta, lo cierro y le doy unas palmaditas de gracias y adión en el capó. En chatarra me darán 600 dólares por él. Se va, finalmente, al cementerio de cacharros.Gracias auto fiel. Alegremente me acompañaste los últimos cinco años. Al trabajo y a paseos, al supemercado y a vacaciones. Fiel como un perro mecánico. ¡Gracias! Que estés bien allá, en el cielo de los aparatos.