En otro post expresé que el genial escritor chileno Roberto Bolaño es a mi criterio el mejor escritor latinoamericano desde Julio Cortázar.
En su crónica "Días de 1978", Bolaño desgrana el denso film de Andrei Trakovsky "Andrei Rublev" del año 1966.
Aquí la transcripción del texto.
En su memoria esta película está marcada a fuego. Aún hoy la recuerda incluso en pequeños detalles. En esa época la acababa de ver, así que su narración debió de ser, por lo menos, vívida. La película cuenta la historia de un monje pintor de iconos en la Rusia medieval. A través de las palabras de B van desfilando los señores feudales, los popes, los campesinos, las iglesias quemadas, las envidias, la ignorancia, las fiestas y un
río de noche, las dudas y el tiempo, la certeza del arte, la sangre que es irremediable. Tres personajes aparecen como figuras centrales, si no en la película, sí en la narración que de la película rusa hace este chileno en una casa de chilenos, enfrente del sillón de un chileno suicida frustrado, en una suave tarde de primavera en Barcelona: el primer personaje es el monje pintor; el segundo personaje es un poeta satírico, en realidad una especie de beatnik, un goliardo, un tipo pobre y más bien ignorante, un bufón, un Villon perdido en las inmensidades de Rusia a quien el monje, sin pretenderlo, hace apresar por los soldados; el tercer personaje es un adolescente, el hijo de un fundidor de campanas, quien tras una epidemia afirma haber heredado los secretos paternos en aquel difícil arte.
El monje es el artista integral e íntegro. El poeta caminante es un bufón pero en su rostro se concentra toda la fragilidad y el dolor del mundo. El adolescente fundidor de campanas es Rimbaud, es decir, es el huérfano.
El final de la película, dilatado como un nacimiento, es el proceso de fundición de la campana. El señor feudal quiere una campana nueva, pero una plaga ha diezmado a la población y ha muerto el fundidor. Los hombres del señor feudal van a buscarlo pero sólo encuentran una casa en ruinas y al único sobreviviente, su hijo. El adolescente los intenta convencer de que él sabe cómo se hace una campana. Tras algunas dubitaciones, los esbirros del señor se lo llevan consigo no sin antes advertirle que pagará con su vida si la
campana sale defectuosa.
El monje, que voluntariamente ha dejado de pintar y que se ha impuesto el voto de silencio, pasa de vez en cuando por el campo en donde los trabajadores están construyendo la campana. El adolescente a veces lo ve y se burla de él (el adolescente se burla de todo). Le hace preguntas que el monje no contesta. Se ríe de él. En los alrededores de la ciudad amurallada, a la par que avanza el proceso de construcción de la campana va creciendo una especie de romería popular a la sombra de los andamiajes de los trabajadores. Una tarde, mientras pasa por allí en compañía de otros monjes, el monje pintor se detiene para escuchar a un poeta, que resulta ser el beatnik al que por su culpa, hace muchos años, encarcelaron. El poeta lo reconoce y le echa en cara su pasada acción, y le relata, con palabras brutales y con palabras infantiles, las penalidades que ha pasado, lo cerca que ha estado, día a día, de la muerte. El monje, fiel a su voto de
silencio, no le contesta, aunque por la forma en que lo mira uno se da cuenta de que lo asume todo, lo que le toca y lo que no le toca, y le pide perdón. La gente mira al poeta y al monje y no entiende nada, pero le ruega al poeta que siga contándoles historias, que deje al monje en paz y que continúe haciéndolos reír. El poeta está llorando, pero cuando se vuelve a su auditorio recobra el buen humor.
Y así pasan los días. A veces el señor feudal y sus nobles se acercan a la improvisada fundición para ver los trabajos de la campana. No hablan con el adolescente sino con un esbirro del señor feudal que sirve de intermediario. También pasa el monje y observa, con interés creciente, los trabajos. El interés del monje ni el propio monje lo comprende. Por otra parte, la cuadrilla de artesanos que está a las órdenes del adolescente se preocupa por éste. Lo alimentan. Bromean con él. Con el trato diario le han cogido afecto. Y por fin
llega el gran día. Levantan la campana. Alrededor del andamiaje de madera desde donde cuelga y desde donde se la hará tañer por primera vez se reúne todo el mundo. El pueblo entero ha salido al otro lado de la muralla. El señor feudal y sus nobles e incluso un joven embajador italiano, al que los rusos le parecen unos salvajes, esperan. Tocan la campana. El repique es perfecto. Ni la campana se quiebra ni el sonido se apaga. Todos felicitan al señor feudal, incluso el italiano. El pueblo está de fiesta.
Cuando todo acaba, en lo que antes era una romería y ahora es un gran espacio lleno de escombros, sólo quedan dos personas junto a la abandonada fundición, el adolescente y el monje. El adolescente está sentado en el suelo y llora a moco tendido. El monje está de pie junto a él y lo observa. El adolescente mira al monje y le dice que su padre, ese cerdo borracho, jamás le enseñó el arte de la construcción de campanas, que prefirió morirse llevándose el secreto consigo, que él aprendió solo, mirándolo. Y luego sigue llorando.
Entonces el monje se agacha y rompiendo un voto de silencio que había jurado iba a ser de por vida, le dice: ven conmigo al monasterio, yo volveré a pintar y tú harás campanas para las iglesias, no llores, más.
Y ahí acaba la película.
Cuando B deja de hablar, U está llorando.