– Vámonos,Silvia. –Mónica tenía todo listo para empezar una nueva mañana. Pocas horas desueño, sin embargo, el brillo de susojos aseveraba que su estado de ánimo era inmejorable–. Coge tus cosas y despídete depapá. Esa mañanallevaría a la niña al colegio ella misma, ya que Juan tenía reunión en eltrabajo a primerísima hora y no le daría tiempo a dejarle allí. –Sí, ya lo hehecho. Nos podemos ir –la pequeña salió de la cocina colgándose la mochila a laespalda. Llevaban casi una década juntos, aunque no estabancasados. Compartían su vida y, desde hacía seis años, eran felices con su hijaSilvia. –Cariño,¿comeremos juntos? – le preguntó Mónica mientras se despedían con un beso. La peque almorzaba siempre en el comedor del colegio ycuando la pareja podía compaginar los horarios, se reunían al mediodía.Compartían sus vivencias de esa mañana y mantenían viva su relación. – ¿Terecojo a la una y media en la puerta de la redacción? –ella asintió sindudarlo. –No, tendráque ser a las dos, tengo que ir a la editorial a la una. –su voz denotaba alegría.–Seguro quete lo publican. –la ánimo, confiaba plenamente en ella. –Graciasamor. –entre besos se despidieron.
Horas más tarde para la cena.
–Cariño,¿dónde está mi camisa azul? –preguntóJuan buscándola como loco en el armario. –Cielo, ¿la recogiste de la tintorería esta tarde,como te dije? –respondió con otra pregunta desde el baño de la habitación. –Me pareceque no… –arrugó el entrecejo, mientras decidía ahora que camisa ponerse. – ¿Es estala que buscas? –Mónica se acercó a élcon la camisa envuelta en la bolsa de latintorería colgada de una percha. Juanse giró tornando su gesto a una gransonrisa. – ¡¿Quéharía yo sin ti, amor?! –se acercó a ella meloso, la besó como agradecimiento–.Se me olvidó que había que recogerla. –la rodeo entre sus brazos.– ¿Sin mí? –Seacomodó en ese abrazo– Creo que ya noestarías en este mundo, se te olvidaría que hay que comer. – Ya sabeslo que me gusta comer… –besó lentamente sus labios, siguió por su rostro,cuello, no tenía intención de parar. – Porcierto, hoy te tocaba preparar la cena, ¿no? –planchazo. Al escucharla dejócaer la cabeza sobre el hombro de Mónica. –Ostras, esverdad –musitó despacio–. He quedado conlos chicos de la oficina para tomar unas cañas. – Ya. ¿Y qué hay de lo que te gusta comer? –se zafó del abrazo y salió de la habitación.Se dirigía hacia la cocina canturreando la canción que había estado escuchandola noche anterior mientras terminaba de escribir su novela. Esa tarde estabafeliz, muy feliz.Del hornosacó un pequeño asado que había preparado durante la tarde. Ese día habíaterminado temprano en el trabajo y, con una gran noticia en el bolsillo, marchó a casa para tener lista la cena, aúnsabiendo que ese día le tocaba a Juan prepararla. Por alguna extraña intuición,sabía que si quería cenar esa noche tendría que hacerla ella. Pero esa tarde todo daba igual. Habíaconseguido algo importante y no podíaevitar estar alegre. Preparó dosservicios en la mesa para comer ella y su enana. Mientras degustaban la cena, que le habíaquedado para relamerse los dedos, llegó Juan dispuesto a despedirse parasalir. Contempló el festín en la mesa ymirándolas a las dos se dio la vuelta dirigiéndose al salón mientras sacaba elmóvil del bolsillo de sus vaqueros. Desde lacocina, Mónica y Silvia pudieron escuchar un breve monólogo. –Oye, tío.Que tengo un dolor tremendo de estómago, creo me quedaré en casa. –la cocina tronó encarcajadas. –… si nosvemos mañana. Adiós. Se despidióy colgó, encaminándose de nuevo hacia la cocina. – ¿De qué osreis? –preguntó extrañado.–Tú sabesque las paredes de esta casa son casi de papel, ¿verdad? –respondió Mónica. –Ya, mehabéis oído hablar. –retiró una silla de la mesa donde se sentó. –Si mirashacia tu derecha, –señaló la encimera de la cocina– verás que hay un cubierto preparado para comer –dijo ella sin poder evitar la risa– cógelo y sírvete tu mismo. Madre ehija rieron al unísono sin dejar de contemplar la cara de él. –Eres muylista, tú, ¿¿eh?? –Amor, losaños contigo me enseñan una barbaridad. –fue su respuesta. Con sus manos continuaba sirviendo la comida en el plato desu hija. – ¿Quieresque te enseñe algo más? –preguntó socarrón con mirada pícara. – ¿Sabesalgo nuevo que yo no sepa? –dejó caeresa pregunta con doble sentido. –No, nadanuevo. –era mejor no meterse en berenjenales extraños. –Tengo quedarte una noticia, Juan. –su rostro serio, no lo convenció, sabía de que setrataba. – ¿Buena omala? –respondió tranquilo paladeando aquel asado. –Creo quemuy buena. Publican mi novela. Me lo han confirmado esta tarde. –Eso esgenial. Sabía que lo harían. –sin levantarse de la silla, la abrazó estrechándolafuerte–. Ya sabía yo que te traías algoentre manos. –Sí, túeres muy listo. –rieron a carcajadas.Silvia, sentada a la misma mesa, miraba con incredulidad su entorno. Noentendía la alegría que se respiraba en aquella cocina perfumada con enormesgotas de felicidad.
Faltabanpocos minutos para medianoche y en la cama, la pareja disfrutaba de su mutua compañía, unoen brazos del otro. Juanlevantó despacio un brazo acercándolo a la mesilla de noche. Abrió elcajón y extrajo una pequeña cajitanegra. –Cariño,¿estás durmiendo? –preguntó para noquedarse cortado después. –No, amor.Aún no. –sus ojos estaban cerrados. No lo dudómás. Colocó delante de Mónica aquella caja. La abrió con la otra manomientras la sujetaba. Un reluciente pedruscoengarzado brilló delante de ella. –¿Quieres casarte conmigo? –soltó aquellapregunta sin más.Ella abriólos ojos como platos, no sabía si había entendido bien la pregunta o era unsueño raro. – Pero… –noera un sueño, se lo había preguntado y por el aspecto de ese anillo supo queera real–. ¡Dios mío, Juan!! ¿Estásseguro? –no salía de asombro. A intervalos cortos, lo miraba a ély a la joya que tenía delante de sí. – Nunca heestado tan seguro en toda mi vida. ¿Qué respondes? – Que Si.Estaría loca si no lo hiciera. Te quiero conmigo toda mi vida. Ya lo sabes. –Y yo a ti.Te quiero en mi vida. Un besodulce y tierno a la vez que apasionado selló el momento mágico. Silvia enla habitación contigua gozaba de un placentero sueño.