Revista Talentos

Rojo, verde

Publicado el 05 septiembre 2012 por Francescbon @francescbon
ROJO, VERDENo confies: el tráfico volverá a ser el normal. Entonces no podrás ponerte en la acera con el cuerpo tan adelantado, como un atleta a punto de oír el pistoletazo de salida. Tendrás que echarte algo para atrás para no pensar que cualquier coche vaya a darte un golpe, con el retrovisor, o con alguno que saque el brazo distraído, sosteniendo un cigarro o porque juega a copiloto del te gusta conducir. Si estuviéramos en mayo, esos dos pasos adelante, esa pose amenazadora hacia el cruce, no existiría. O sea, no te girarías ahora y le verías, algo atrás, a tu derecha. Sí, es él. El tipo de la tienda de alimentación. El pobre tipo que ignora que ha servido de inspiración para que unos cuantos chalados hayan escrito hipótesis de lo que iba a acontecerle. El tipo al que alguno ha suicidado (curioso uso transitivo del verbo), convertido en dinámico gerente de lupanar, en gran hermano de barrio, en otras cosas memorables. El tipo al que has parasitado. Sí. Qué mal suena. Ahí lo tienes, con un carro maltrecho de supermercado, esperando igual en el semáforo. Un paso atrás. Va, no hagas teorías estúpidas por un paso atrás en un cruce. Eso se lo dejas a Coelho, ¿vale?. No, no tiene buena cara. Nunca la ha tenido, si piensas en esos años en que lo has visto, paciente al lado de padres ancianos obstinados en hacer avanzar el negocio familiar con ideas de otros tiempos, aunque ahora, claro, es mayor, tiene menos pelo y su cara está, aún, más agrisada. Y ya hace días que lo temías: de hecho, casualidades de la vida, hiciste esa foto el 19 de julio: día, que dicen, es el día del amigo en Argentina. Del amigo invisible, diría yo. Porque hace días que viste al tipo, cerrando la tienda con cara de pocos amigos, y retirando de mala gana un cartel de color naranja que ponía Local en alquiler y ahora ese cartel ya es grande y domina la fachada y dice Local disponible. Y los chinos al lado, que han llamado a su tienda Eriser, inexplicable nombre cuyo orígen no piensas empeñarte en averiguar, están ahí, tan panchos. Joder, si están: a todas horas, y con los anaqueles desbordantes de productos. Pensarás si no es un homenaje póstumo el no entrar nunca más, ni cuando te des cuenta en plena canícula que ese melón que compraste en cualquier otro lado resultó un pepino. Pensarás si ese no sería un justo intercambio de favores: no dar de comer a su enemigo. Dará tiempo de pensar todo eso esperando en el semáforo. Bueno, quizás dé tiempo. No pasa la vida en un instante cuando estás a punto de morir. Pues por qué ese flash forward no puedes forzarlo a conveniencia. A requisito del usuario. Ves al tío con ese carro metálico del supermercado, curiosa estampa sobre la que lanzarías varias hipótesis : la normal, que dispusiese en la tienda de un trasto así para acarrear género a los estantes (cuando tenía tienda y vendía género), la desequilibrada, que tanto le haya empobrecido el cierre de la tienda que ya ande como andan cada día más por aquí, acarreando metales de la basura para malvenderlos en las chatarrerías. Lo ves solo y piensas si su pizpireta novia ya ha encontrado otra mano a que agarrarse nerviosamente y andar como un pájaro, a saltitos. O no: puede simplemente que esté en casa esperándole. Preparándole algo de comer antes de darle un cálido abrazo estilo todo irá bien.
Me siento algo culpable. Bueno, lo justo hasta recordar lo de esa segunda propuesta de relato que anda en el más olvidado de los limbos. Esta puta cabeza mía.

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