Nunca me había fijado con tanto descaro en los hombres, pero había algo diferente en él. Quizás su aplomo, tal vez esa voz tan bien modulada o esa mirada tan penetrante con la que parecía dar vida a sueños imposibles.
Me di cuenta de que él también se había fijado en mi y a partir de ese momento hice un gran esfuerzo por no devolverle las miradas. Era mi juego de seducción favorito, aunque tengo que confesar que nunca me había dado buen resultado. Sólo en un par de ocasiones había pasado del intercambio de intensas miradas a un corto escarceo de torpes caricias. Pero al final todos habían llevado sus pasos hacia caminos en los que yo no estaba.
Sin embargo esta vez intuía que era diferente. Creo que incluso estuvo tentado de rozarme con su mano. Sentía un calor interior que así me lo indicaba. No hacía falta que lo estuviera mirando para saber que le atraía. Ahora sólo hacía falta que él tomara la iniciativa. Pero una vez más tuve que ahogar mi sufrimiento al ver su espalda cruzando el umbral de la puerta sin tan siquiera volver la cara para una última mirada.
Puede que ésta fuera la gota que colmaba el mar de soledad que me rodeaba, o quizás se me había muerto la ilusión de encontrar a alguien con el que compartir mi historia. Su imagen me invadía constantemente y eso sólo me empujaba a flagelarme con las mentiras piadosas con las que me había mantenido a flote durante tantos años.
Las noches se hacían eternas anhelando que llegara el día y el día nunca acababa esperando que él volviera a aparecer. Y mientras tanto me atormentaba con la evidencia de que el tiempo había podido con mi aspecto. A modo de consuelo me repetía, sin mucho convencimiento, que lo importante estaba en el interior y que tarde o temprano alguien sabría mirarlo como yo me merecía.
Las mañanas lluviosas se sucedían sin piedad. Mi única distracción consistía en mirar a través de las gotas que serpenteaban en la enorme luna del vetusto café. Yo creía que lo hacía para pensar en mis historias, pero en realidad lo único que hacía era escudriñar la calle a la espera de encontrarme con esa mirada que me hizo perder el juicio.
Mi obsesión había anulado mi capacidad de reacción hasta tal punto que no me di cuenta del momento en el que él volvió a entrar por la puerta que tanto había odiado. El día seguía siendo lluvioso, oscuro y frío, pero para mi el día se había iluminado mágicamente. Esta vez no iba a quitarle la vista de encima ni por un sólo instante. De modo que pude disfrutar de su distraído caminar con un expreso hacia la escondida mesa que tenía a mi izquierda.
Me sonrió al pasar. No me lo podía creer. Tomó asiento dando la espalda a la lluvia del cristal, al revés que el resto de la clientela del café. Apenas se mojó los labios con el café, lo olvidó encima de la mesa y se encaminó con paso decidido hacia mi. Era la primera vez que mantenía la mirada de alguien y sentía como si me envolviera una nube eléctrica.
Sin decir una palabra me tomó con su mano y me llevó con él a su mesa. En ella estábamos a salvo de miradas indiscretas. Las emociones se sucedían sin pausa. Comenzó a mirarme con un descaro insolente que nunca antes había conocido. Pero no se detuvo ahí. Sin intentar pedir permiso empezó a acariciarme con suavidad y el contraste de su mano cálida con la frescura de mi piel era lo más excitante que había sentido en toda mi existencia. Me olió y noté al instante que le gustaba. Aquello superaba con creces lo que había llegado a experimentar en mi soledad. Y me abandoné a sus caprichos. Sólo podía sentir como disfrutaba , cuando él se humedeció los dedos y con un mínimo esfuerzo logró que me abriera de par en par para él. Me recorría a su antojo, rozándome con las yemas de sus dedos. Mi felicidad me desbordaba. Estaba disfrutando del placer de saber que también él se deleitaba saboreando mis secretos.
De repente él se detuvo y la duda de que podría huir de mi me congeló. Apuró el café de un trago. Me miró y en su maravillosa mirada pude ver que me esperaban muchas noches contemplándole hasta que cayera dormido con mi imagen en sus pupilas. Sabía que me había apropiado de una parte de su corazón y que me tenía reservado un lugar de privilegio en su biblioteca, al lado de la chimenea, donde aguardaría pacientemente el día en que él volvería a leerme con la misma pasión que la primera vez.