Revista Literatura

Rondeña (Una estampa manchega)

Publicado el 15 julio 2011 por Gasolinero

Me pongo, con tu permiso piadoso lector, a referir una historia manchega de las de antiguamente, retrasando otro día más mi sesuda entrada sobre la repercusión de Google + en las agencias de calificación y la incidencia en el Android Market del bono alemán ese.

Los hechos de este relato acontecieron en 1961. Todavía años grises, las gentes del campo aún se calzaban con abarcas y usaban pantalones azules con piezas tapando los agujeros de las miserias. Aconteció que dos hombres, jornaleros del campo, que alguna vez trabajaron juntos y que llevaban cerca de diez años sin verse, coincidieron para la poda en la misma casa. Ángel el más alto, fue rubio de niño y ahora castaño, su nariz parecía una chuleta puesta de canto. Jerónimo, moreno y retraído, tez cetrina y mirada torva. Se juntaron en Palomares, paraje hondo, oscuro y misterioso, lejísimos, en el término de La Solana; la casa estaba metida en un barranco, rodeado por cuatro lomas por las que parecía que corriesen las vides pendiente abajo como torrentes de cepas. Allí mataron a Quibaque, no se sabe si los Chuchas o los solaneros, hubo miles de historias, algunas ciertas. La gente que iba por aquel lado nunca volvió a estar tranquila, llevaban una mano en el timón del arado y otra en los perrillos de la escopeta.

A los de La Solana siempre se le ha acusado de que en aquellos años de miseria robaban en las casas de labor, butroneando el hastial desenfilado y sacando por el agujero las provisiones de los alojados o cualquier cosa susceptible de ser vendida. A los maquis por esta zona se les conocía como Chuchas, debido a que una partida importante que anduvo refugiada en la sierra de Alhambra y actuaba principalmente en los términos de La Solana, Membrilla y Alhambra, se llamaba así en honor al jefe, Pedro «el Chuchas». Los pillaron en Tomelloso. Fue la noche del ocho de octubre de 1947, estaban refugiados en la frutería de un miembro del Partido Comunista, en la calle Oriente, alguien los delató. Dos fuerzas al mando de un capitán de la guardia civil asaltaron la casa, matando a dos, otro fue detenido y un cuarto huyo herido hacía el Castillo de Peñarroya, llevaba la herida en un brazo, pidió a un vecino de la calle Santa Rita que le montase la pistola y después siguió su camino.

Los dos hombres después de tantos años sin verse y al encontrarse en aquel rincón del mundo adonde llegaron cada uno por su lado y en bicicleta, mientras podaban se iban poniendo al día de las circunstancias vitales del otro. Durante el almuerzo Ángel le dice a su compañero.

—Pues me casé hace cinco años. Una buena muchacha y muy mujer de su casa. Tenemos tres hijos.

—Yo sigo soltero. —confesó Jerónimo.

—¿No me digas? Ya más que soltero eres mozo viejo. —sentenció el narizotas— ¿Cómo ha sido eso, hombre?

—Pues ya sabes, mi timidez, que siempre he estado trabajando… —dudó un instante— Y que tampoco sé como se hace.

—¿Cómo se hace qué? —Ángel.

—Lo de decirle a una mujer que se case con uno. —Jerónimo.

—Eso es muy fácil, —informó Ángel— eliges una chica que te guste y sea soltera, te enteras donde vive, cuando estés en el pueblo te acercas por su casa, a ser posible un día de fiesta o por la noche, no vayan a creerse que eres un gandul. Cuando la veas salir, te acercas a ella y entablas conversación. Esto es lo que se llama rondar. —en tono de conferencia.

—¿Y qué le digo? —dice el aceitunado azorado— Si es que no voy a saber.

—No te preocupes, esta noche después de cenar representamos una ronda. —dice Ángel— Tú haces de ti y yo de chica, me entras, me dices y yo ya te voy corrigiendo.

—Estupendo.

Entre las conversaciones pendientes y lo poco que duran los días en invierno la jornada se les pasó rápido. Durante la cena Ángel fue dando las instrucciones.

—Una vez que cenemos te sales y me esperas en el hastial de poniente, te vas fumando un cigarro y cuando yo salga, me saludas y me dices cualquier cosa para romper el hielo. Yo te iré corrigiendo.

Jerónimo nervioso y con el caldo recién prendido se salió de la casa a esperar a su compinche. Acabó el cigarro; lió y fumó otros tres, su compañero no salia. Pensó que la espera formaba parte del ensayo, pero tras tres cuartos de hora al sereno con el frío que hacía y medio paquete de caldo quemado, pasó a la casa no fuera que pasase algo, encontrándose a Ángel acostado y tapado hasta los ojos con el embozo.

—¡¡¿Qué coño haces?!! —exclamo el moreno bastante irritado.

—Nada —explico el secuaz con voz de falsete— que mi madre no me ha dejado salir esta noche.


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