Nunca he entendido cómo es que lo quiero tanto, somos tan distintos.
A él le gusta hablar, yo prefiero los puños; a él le gustan los ángeles, yo siento más atracción por los demonios.
Lo cité a las once treinta de la noche en mi casa, había preparado todo y cuando se lo platiqué, se rió, me dijo que nunca acabaría de madurar.
No sabe que ésta ha sido la decisión más madura y coherente que he tomado en mi vida.
Suena el timbre, debe ser Juan; son las once con ocho minutos de la noche. Abro la puerta y después de saludarnos efusivamente me comenta sonriendo que está listo para verme partir de este mundo, que no puede esperar más.
Lo invito al desayunador de la casa y lo siento frente a mí; del cajón de los cuchillos saco la pistola que me vendió el Negro y la pongo en la mesa envuelta en un paño rojo.
Juan cambia la cara al ver el arma y se acomoda lentamente en su silla.
Saco el revólver, descubro el barril donde van las balas y meto una, hago girar la cámara con fuerza y, al azar, elijo un momento para cerrarla. No sé en dónde está la bala. Me siento en la mesa, justo frente a Juan y me pongo la boca del cañón en la sien. Él está blanco y con la boca abierta. No puede emitir un sólo ruido.
-Adiós- le digo y aprieto el gatillo.
Escucho el sonido metálico del percutor golpeando una recámara vacía de la pistola. Ahí no está la bala. Juan grita y eso lo hace reaccionar, me dice que no tengo porqué hacer estupideces y a media voz me pide que baje la pistola. Vuelvo a abrir el barril del arma, repito el giro y nuevamente no sé en dónde quedó el proyectil. Aprieto el gatillo y obtengo el mismo sonido, la bala se vuelve a esconder. Siento rabia porque ya fallé dos veces y las manos me empiezan a temblar; vuelvo a apretar el gatillo, ahora sin girar el barril y la bala sigue escondida. Juan está petrificado y me suplica que me detenga. Tiene los ojos llenos de lágrimas y desde aquí sentado, lo veo como cuando éramos niños y él quería evitar que peleara contra algún extraño.
Se me sale la frustración en un grito furioso y azoto la pistola en la mesa.
Finalmente se escucha la detonación que tanto esperaba, pero la bala equivoca el camino y se va a incrustar en el pecho de Juan. El impacto lo avienta hacia atrás y se golpea la cabeza con la estufa de la cocina.
Ahora soy yo el que no puede cerrar la boca, el que tiene lágrimas en los ojos, el que suplica que se detenga y que no haga estupideces.
Traté de arreglar su tumba como a él le hubiera gustado verla. Hice colocar un enorme ángel de piedra en su lápida que tiene un brazo extendido señalando hacia el oeste, hacia donde se duerme el sol.
Tardé un rato en darme cuenta que aquel ser alado apunta en dirección a mi casa.
Es como si Juan señalara, desde la tumba, a su asesino.