De mis veranos en Guardo conservo infinidad de recuerdos que llevo en mi corazón.
Recuerdos y amigos.
Entre estos recuerdos están mis rutas con mi amigo, Chema.
Como últimamente las musas me han abandonado, no me queda otra que tirar de relatos escritos al regreso de las rutas con mi amigo.
Hacia frío esta mañana cuando emprendimos el viaje a la Ruta del Alba, en Asturias, pero una vez en la carretera, se adivinaba un día con mucho sol.
Al llegar a Riaño, las montañas se desperezaban bajo una bruma que impedía ver sus formas.
Estaban allí, aletargadas, con un halo de misterio, mientras la luna asomada al pantano se despedía silenciosa.
El espectáculo era muy bello.
Al poco rato, comenzamos a dar vueltas como en un tiovivo de esos de las ferias que tanto atractivo tienen en la población infantil.
Esas carreteras de montaña, poseen el encanto de ir descubriendo paisajes maravillosos en cada rincón, pero también, ese traqueteo, produce en mi un mareo que solo puedo subsanar con una pastilla antes de ponerme en camino.
Unas veces, el horizonte se pierde en un desfiladero de enormes piedras que parece van a sepultarnos de un momento a otro.
A la curva siguiente, de nuevo los rayos del sol iluminan la mañana junto a la ilusión de llegar a la meta soñada.
Es la aventura del camino.
Una vez llegados al pueblo, donde comienza la ruta, un buen café y a estirar las piernas en el bar más próximo.
Luego, preparar la mochila, ponerse el calzado adecuado, sombreo para el sol, bastón para apoyarse, y en marcha.
La belleza del lugar va apareciendo apenas emprendemos la marcha.
Los verdes prados de Asturias son inmensos.
En la paz del lugar, pastan vacas, caballos, ovejas...
Se respira un silencio apacible, tan solo interrumpido por el canto de algún pájaro y el murmullo de las aguas claras y cantarinas, que acompañan nuestros pasos.
Las piedras se fusionan con el agua y forman cascadas que corren veloces en libertad llevadas por la corriente.
Si miras a lo alto, los picos te sobrecogen por su inmensidad.
Parecen magníficas catedrales erigidas sin la necesidad de la mano del hombre, incluso se adivinan rostros de belleza escultórica en ellos.
Vamos despacio, sin prisa alguna, en silencio, para poder captar la belleza en estado puro y poder respirar un aliento de vida otoñal en cada recodo del camino.
Pura poesía para los sentidos.
El sol, aparece y se esconde entre los riscos.
Parece quiere jugar con nosotros al escondite.
En algún momento, la subida se hace más lenta y costosa.
Después de largo rato, se acerca la hora de la llegada a la meta.
Una vez allí, ha valido la pena el esfuerzo.
Y como premio, el refrigerio del agua fresca, una exquisita tortilla, jamón, queso, ciruelas...
Otros caminantes se unen a nosotros. Traen a sus perros con ellos. Saltan, corren, juegan...
Es mediodía y aparecen varios grupos cansados y dispuestos como nosotros a recuperar fuerzas.
Un atrevido sol, me besa la cara, mientras paladeo los ricos manjares.
Después, llega la hora del regreso.
La bajada es más fácil.
El mismo paisaje desde otra perspectiva, hace que la magia vuelva a aparecer por los rincones.
Seis kilómetros de nuevo hasta llegar al pueblo.
Un café, un pequeño descanso y emprendemos el regreso.
La compañía, inmejorable.
Charlamos, reímos...
O mejor dicho, charlo yo por los codos...jejeje.
Anochece cuando llegamos a Guardo.
Así de noche, comenzamos la aventura.
P.D. Disculpad por la letra. No sé que ha ocurrido que ha salido de varios tamaños.