Nadie, en varios kilómetros a la redonda, sabría decir su nombre.
Sentado en el asiento trasero de un taxi, con una molesta pieza metálica clavándose en su espalda, pensaba que era mejor así. Confiaba en su voluntad, pero sabía que encontrarse hoy una cara conocida haría todo mucho más difícil.
Prefería evitar remordimientos. Por eso, aún a sabiendas de que ese sería el último día de su vida, prefería encontrarse en esta tierra de infieles.
Al llegar al aeropuerto pagó el trayecto. No le importó dejar la vuelta del billete de 50 euros a un asombrado taxista que quizás, equivocadamente, pensó que ese iba a ser su día de suerte.