Revista Literatura

"salero"

Publicado el 16 septiembre 2010 por Isladesanborondon

Su padre y ella se levantaban cuando el sol aún no había despuntado por la Isla de Lobos. Cruzaban  la playa en silencio y se dirigían hacia las rocas buscando una punta de lava que se adentrara en el mar y que fuese lo bastante segura para cuando subiera la marea. Con las lanzas en las manos como dos caballeros medievales se entregaban felices a lo que la naturaleza quisiera otorgarles. De pie sobre las rocas con el viento de cara esperaban pacientemente a que algún pez mordiese la trampa allá abajo donde todo era oscuridad.
—Si el hilo te da tironcitos en el dedo, entonces es que están picando. Cuando veas que la boya desaparece, tú recoge carrete—le indicaba su padre. —Fíjate en la boya, ¿ves como se hunde? ¡Tira, tira!
Lo que sucedía en el fondo del mar siempre fue un misterio.
Ella se hundía con aquel plomo sujeto al sedal, a poca distancia del anzuelo. Honda caída hacia el universo abisal donde los ojos de los peces brillan como luciérnagas y las plantas se arrullan con la corriente.
Todo es sereno.
Conchas aferradas al tiempo de lava sumergida. Rocas colonizadas por líquenes invasivos.
Eternidad.
Y en medio de este silencio sordo, los cuerpos se desplazan en quietud reposada, sólo las burbujas que salen de su boca viajan buscando la superficie. Quiere permanecer aquí, instalarse para siempre en la calidez del útero marino. Su boca quedó trabada al anzuelo y alguien tira de ella hacia el mundo horizontal. No opone resistencia, sus pulmones necesitan el aire con urgencia. Nada hacia la superficie, saca la cabeza del agua y boquea como un pez agotado. Es inútil, aunque quisiera su mundo no pertenece a ese reino.
¡Tira! ¡Tira!
Cuando su padre quería pescar algo más que sargos y bogas, se acercaban hasta la pescadería de Salero y compraban un puñado de gambas congeladas. A Salero siempre lo vio con el cachorro sobre la cabeza, así es como llaman al sombrero negro que utilizaban antes los hombres de aquí, los que trabajaban el mar y la tierra.
El por qué del apodo no lo llegó a descubrir nunca. Ella creía —imaginaciones de niña a quien le daba por inventar—, que lo llamaban así porque el pescadero era un hombre bajo y muy gordo que recordaba a un frasco de sal.
Un día entraron en la tienda buscando algo que les sirviera de carnada y ella le preguntó a su padre en voz baja por qué todos a aquel hombre lo llamaban Salero. Se quedó helada cuando su padre empezó a explicarle en voz alta -con esa socarronería que tuvo siempre- lo que según ella había sido una pregunta indiscreta.
—Es que Salero sólo conoce el agua del mar. Los de Corralejo dicen que el día que este hombre pruebe la bañera, se irá derechito al cementerio ¿Verdad compadre?
Y bajo el ala del cachorro, el pescadero se rió divertido, y con la cabeza decía que sí, y para terminar la broma nos dijo:
—Razón tiene. El agua dulce es pa regar las papas, pa más nada, cristiano.

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