Revista Literatura

SAMUEL BECKETT, El escritor maldito

Publicado el 09 abril 2014 por Blancamiosi
SAMUEL BECKETT, El escritor maldito
En la literatura hay dos mundos: uno que está montado sobre el pensamiento de los llamados clásicos, como Platón, Aristóteles o Sócrates, a quienes la sociedad eligió como ejemplo o guía, y el otro en el que se tienen como paradigma a personajes irreverentes como Heráclito, que a 400 años antes de Cristo ya atacaba los conceptos y ceremonias de las religiones populares de su tiempo; pasando por Joyce, Eugène Ionesco, Samuel Beckett, por supuesto, y mucho antes: Schopenhauer, quien llegó a la conclusión de que la realidad innata de todas las apariencias materiales es la voluntad, y que la realidad última es una voluntad universal. Y Nietzsche, con su famosa proclama: «Dios ha muerto», catalogados estos últimos —aunque faltan algunos otros por enumerar—, como los escritores malditos de todas las épocas.
¿Por qué?
Porque es una literatura difícilmente aceptable por una sociedad en la que cada cual se ocupa de sí mismo y rechaza los discursos reflexivos. Samuel Beckett, (1906-1989); un irlandés nacido en el seno de una familia acomodada, que en su juventud tuvo amigos como James Joyce (Ulises), y que durante la ocupación en Francia trabajó para la resistencia contra los nazis, empezó escribiendo como terapéutica. Su primera obra: Watt, no captó el menor interés de los editores. Durante veinte años Beckett estuvo en la zona oscura, entre aquellos escritores a los que nadie hace caso. Sin embargo, siguió escribiendo y un buen día sus obras empezaron a ser publicadas. Molloy, una obra rechazada por muchos editores, vio la luz en Francia en 1953 con el apoyo de algunos intelectuales que ya conocían algunos de sus trabajos. Algo equivalente a lo que sucede hoy en día con gran cantidad de escritores que, vía Internet divulgan sus trabajos a la espera de que llegue la oportunidad tan esperada.
A partir de allí se le abrieron las puertas. Malone muere y Esperando a Godot; una obra teatral que pertenece al «teatro del absurdo», se estrena dando lugar a uno de los que muchos dijeron, era el acontecimiento del siglo. Entonces el público descubre a Beckett. Pero la dificultad que encierra su literatura y la absoluta falta de respeto a los prejuicios lo mantuvo circunscrito a un determinado tipo de público, no al de las grandes masas acostumbrada a respetar los cánones, no. Beckett fue escogido por el grupo selecto de pensadores existencialistas de la década de los cincuenta. Cuando en octubre de de 1969 recibe el Premio Nobel de Literatura, sólo pocos amigos sabían su paradero pues era un hombre que huía de la propaganda. Y de hecho, creo que con ese premio se le quiso untar de vaselina. La razón: Beckett era algo más que un escritor social, su literatura sólo puede compararse en violencia destructora, de denuncia radical de la sociedad absurda en que vivimos, con la de Kafka, silenciado y también desconocido durante muchos años. Al otorgarle el premio se le quiso convertir en artículo de consumo y hacerlo inofensivo. Pero al parecer, ya Beckett había dicho todo lo que tenía que decir. En los años siguientes escribió cada vez menos, y como parece que ninguno de los problemas que sus obras plantean tiene respuestas, él mismo se planteó una vez la pregunta: ¿Para qué seguir escribiendo?
El lector de Beckett no debe hacerse ilusiones, no es un premio Nobel cualquiera, su lectura no es un sedante reposado que asegura un sueño tranquilo aunque su estilo sea en ocasiones monótono. Y aquí voy a copiar literalmente lo que escribió de él Carlos Ayala, el prologuista de Molloy:
¡Es dinamita! ¡La mejor dinamita avalada nunca por Alfred Nobel! Beckett nos arroja al rostro el único revulsivo capaz de despertar al dormido mundo nuestro: al hombre mismo, con una sinceridad brutal, escandalizante, ofensiva, tan desnudo e indigente que no hay escape posible a la contemplación de sus vergüenzas. Pero tampoco a su inmensa belleza.
Tengo en mis manos Molloy. Mentiría si digo que comprendí en toda su profundidad lo que Beckett quiso decir. Es una obra escrita de manera continua, no hay descansos, no hay párrafos, se debe leer casi sin respirar, metiéndose en la mente del personaje, haciéndose sus mismas preguntas y contestándose a sí mismo. A la larga es como si una misma estuviese ejerciendo un monólogo que se hace eterno, confuso, irritante, y por momentos demasiado parecido a nuestros propios pensamientos, porque al fin y al cabo, ¿qué hacemos cuando hablamos sino escucharnos en los demás nuestro propio eco, y tratar de encontrarnos? Es como cuando caminamos entre las tinieblas con miedo y cantamos o tarareamos una melodía para sentirnos acompañados por nosotros mismos. Porque la verdad es que queremos oírnos, así como deseamos leernos. Por eso escribimos.
Para no dejarlos con la curiosidad acerca del estilo de este peculiar escritor, copio un párrafo de Molloy:
"Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué. En una ambulancia, en todo caso en un vehículo. Me ayudaron. Yo solo no habría llegado nunca. Quizás estoy aquí gracias a este hombre que viene cada semana. Aunque él lo niega. Me da un poco de dinero y se lleva los papeles. Tantos papeles. Tanto dinero. Sí, ahora vuelvo a trabajar, un poco como antes, sólo que ya no me acuerdo de cómo se trabaja. Tampoco parece que eso tenga mucha importancia. A mí lo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme de una vez. No me dejan, sí, parece que son varios. Pero siempre viene el mismo. Más tarde, más tarde, me dice. Bueno. La verdad es que mucha voluntad ya no me queda. Cuando viene a recoger los nuevos papeles trae los de la semana anterior. Vienen señalados con signos que no comprendo. Tampoco me tomo la molestia de releerlos. Y cuando no he hecho nada no le doy nada y gruñe un poco. Pero no trabajo por dinero. ¿Por qué trabajo? No lo sé. No sé gran cosa, si he de ser franco. La muerte de mi madre, por ejemplo. ¿Había muerto ya cuando llegué? ¿O murió más tarde? Muerta para enterrarla, quiero decir. No lo sé. A lo mejor no la han enterrado todavía. Sea como sea, soy yo el que estoy en su cuarto. Duermo en su cama. Uso su vaso de noche. He ocupado su lugar. Cada vez debo parecerme más a ella. Sólo me falta tener un hijo. Puede que tenga alguno en cualquier parte. Pero no es probable. Ahora ya sería casi tan viejo como yo. No era más que una putilla. El verdadero amor no es esto. Mi verdadero amor lo tenía puesto en otra. Ya os contaré. Mira, hasta he olvidado su nombre. A veces incluso me parece que he llegado a conocer a mi hijo, que me he ocupado de él. Luego pienso que esto es imposible. Es imposible que me haya ocupado de nadie. También he olvidado la ortografía, y la mitad de las palabras. No parece que esto tenga mucha importancia."
Y así, con frases cortas, al parecer inconexas, sin significado, sin coherencia, página tras página, hasta que una va encontrando sentido, uno asombroso, que aterra, que parece que destapara las capas de cebolla con las que nos hemos ido cubriendo a lo largo de los años…
Algunas de sus obras más importantes:
Watts, Mercier et Carmier, Premier amour, L’Expulsé, La Fin, Le Clamant, Eleutheria, Molloy, Malone muere, Esperando a Godot, El innombrable, Fin de la partida, La última cinta, Comment c’est, Oh les Meaux tours, Días felices, Acto sin palabras, No yo, That Time, y Footfall; los relatos Murphy y Cómo es, y dos colecciones de poemas. Una de sus últimas obras es Compañía.

B.Miosi

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