Pronto va a cumplirse un mes desde la última vez que estuve en Zamora. La agenda se va cubriendo de compromisos en Madrid y no he podido volver desde entonces. No sé si este fin de semana podré hacerlo. Incluso esa última vez que pisé la ciudad no fue precisamente un viaje de placer: acababa de fallecer un familiar lejano y tuve que salir deprisa y corriendo para llegar al velatorio, a la misa de funeral y al entierro. En mi penúltima visita, ya lo conté aquí, estuve por motivos de trabajo: la presentación de un libro. El caso es que, entre unas cosas y otras, hace siglos que no paso en Zamora un fin de semana de relax, sin sobresaltos, sin entrevistas de trabajo, sin presentaciones, sin malas noticias ni funerales. Y lo necesito de veras, ya que, en esas ocasiones, es cuando de verdad recargo las pilas del cuerpo. Y sobre todo las pilas de la cabeza, por decirlo de alguna manera jocosa. Durante demasiados meses he viajado con urgencia a mi ciudad: empezaba un jueves o un viernes y yo tenía planes para la tarde en Madrid y al rato el teléfono traía sobresaltos y tocaba hacer la maleta aprisa y salir pitando.
Esa última vez que menciono no llegué a estar en la ciudad ni veinticuatro horas. Y casi todas las pasé ayudando a sobrellevar el dolor ajeno. Que es, también y de alguna manera, el mío. Cuando salíamos del cementerio de San Atilano me fijé por casualidad en la tumba de Claudio Rodríguez. Me quedé sorprendido porque, pese a haberla visitado en alguna ocasión, había olvidado por completo dónde se ubica. No sé si en la web del Ayuntamiento de Zamora incluyen su situación (es fácil: está frente a la entrada), pero deberían hacerlo si no lo hacen ya; por lo menos yo no lo he encontrado en su página. Tal vez esto suene raro, lo de conferirle publicidad a una sepultura, pero en otras ciudades sacan partido y ventaja de ello. De hecho, la última vez que estuve en París recorrimos dos de sus más afamados cementerios para visitar las tumbas donde yacen artistas como Georges Perec, Oscar Wilde, Jim Morrison, Yves Montand & Simone Signoret, François Truffaut o Marcel Proust. Los turistas y los viajeros (más los viajeros que los turistas, creo) acostumbran a visitar las tumbas de los escritores y de los pensadores y de los cantantes y de los actores para hacer unas fotos o echar unas flores o algún souvenir. La de Morrison es conocida por la cantidad de botellas y de poemas y de porros que los visitantes dejan allí. Pero me llamó la atención la de Truffaut, en la que depositan tickets usados en alusión a su película `El último metro´.
A propósito de esto, aprovecho para recomendar un libro de Cees Nooteboom titulado `Tumbas de poetas y de pensadores´, que leí hace tiempo, y que incluye fotografías de numerosas sepulturas, anécdotas y alusiones a diversas obras literarias. No veo por qué no podrían hacerse famosas y habituales las visitas a las tumbas de Claudio Rodríguez o de Ramón Álvarez en el Cementerio de San Atilano, por citar dos casos de zamoranos célebres. Tal vez sea porque, en Zamora, no sabemos sacar partido de lo nuestro. Cuando rondé por los cementerios de París vi bastantes gatos velando las tumbas, y también los vi en los camposantos que visité en Viena y en Salzburgo. En mi ciudad eso ya es difícil, pues insisten en aniquilarlos. En mi ciudad todo o casi todo funciona así, o sea, mal o regular. A partir de ahora ni siquiera los ancianos podrán alimentar a las palomas o a los gatos, como les gusta hacer a menudo: está prohibido según las nuevas ordenanzas.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla