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Santander

Publicado el 19 octubre 2009 por Jgomezp24

SantanderHacía demasiados años que no paraba en Santander y el peso de las lecturas, de las recomendaciones, de las ganas de conocer lugares que amigos y compañeros han ido elogiando, le puso un cierto tono de ansia a mi visita. Me la pasé de golpe: suave llegada (espectaculares las vistas en el avión desde que uno deja Bilbao y se acerca a las laderas que besan el mar junto a la capital cántabra), taxi al hotel, maleta en la habitación, pies para qué os quiero al Paseo de Pereda, caminata casi al trote, llamada telefónica y ¡para la Cigaleña!
SantanderPor supuesto, el local existía ya en mi última visita (me avergüenza decir que iba la cosa ya para veinte años...), pero mi sensibilidad en esa época paraba en otros lugares. Amigos muy respetados han hablado ya in extenso del lugar, de su actual alma máter, Andrés Conde, como ara que yo me extienda aquí. Me llamó la atención la crítica del forero que pasó inadvertido en el restaurante y fue tratado a disgusto suyo. A mí me sucedió lo contrario: ni paso por forero (no podría, vamos: aunque me leo todo lo que pasa por Verema, no escribo en ella) ni me identifico de nada en concreto cuando voy a un sitio nuevo. Además, no estaba el jefe y el camarero que nos atendió, literalmente, nos mimó, sin más: discreto, pero muy atento y cómplice. Chapeau para él. Fuimos a las cosas básicas de la vida cántabra y alrededores, con incursión vínica extramuros. Si algo aprendí de la lectura de los comentarios de mis amigos es que en La Cigaleña se mima la sencillez en las recetas, la calidad de la materia primera y, sobre todo, el tiro por los vinos hispanos y los franceses.
SantanderAsí que empezó la cosa con unos suculentos pimientos asados con ventresca de atún y anchoas (menudo marymontaña: Josep Pla hubiera echado una lagrimita de placer aquí); siguió con un revoltillo de setas de temporada (algo más discreto: mi micofagia está diagnosticada, es enfermedad galopante y me he vuelto exigente con los años); exultó con unas delicadísimas, tiernas, chuletitas de lechazo, con su medio riñón incorporado (juro que no lo pedí, pero ese detalle me hizo radicalmente feliz) y se llegó a los altares, en gloria, con un pastel de hojaldre, crujiente, rompedor, que no llevaba más afeite que pura mantequilla entreverada. Confieso que yo iba a alguna cosilla histórica de la Rioja (de las que tanto he leído en mis amigos), del 45 o del 64 por decir algo, pero el camarero fue tajante al anunciar que "tenemos lo de la carta". Tengo claro que tener, tienen mucho más, pero la carta daba también para varios cientos de alegrías de otro tipo y yo me decanté, tras algunos titubeos, por un moulin-à-vent La Rochelle 2006 de Olivier Merlin. Uno de los "señores" del Beaujaulais se mostró, como todos ellos, con una capa media, picota casi en envero, algo cerrado para ir ganando enteros durante la comida: muy serio y concentrado, poco dado a las florituras, este moulin-à-vent es profundo, mineral, tierra húmeda, pimienta roja en el árbol, trazos de hogar y de ceniza, tanino muy suave y trago de agua de manantial. Ideal para resaltar las chuletitas, vamos. Vinos por copas tienen pocos, la verdad, pero uno de ellos casó de maravilla con el hojaldre: el Spätlese 2005 de Fritz Haag, mineralidad ya atenuada, frescor cítrico, membrillo, pegó de maravilla con el pastel y su mantequilla.
SantanderYa habíamos entrado en armonía con el cosmos entero (entrada por La Cigaleña) y pasear por Santander, a pesar del bajón tremendo de las temperaturas, fue, de nuevo, un placer: la bahía se ofrece, amable, el verde te acompaña desde la otra orilla y el cielo es puro y acogedor. Santander es puro bullicio a las horas que toca y vuelve, casi, a los ritos ancestrales de la siesta: a las tres y media no pasa casi nadie por el centro. En uno de mis paseos, topé con una tienda singular, anunciada por el atento y concentrado bebedor del collage fotográfico. Confieso que pasé de largo el primer día: algunos discretos riojas en el escaparate me hicieron pensar "buff...más de lo mismo". Pero a la segunda, pegué el hocico al escaparate (menuda vulgaridad) y vi, como quien no quiere la cosa, una botella de Selosse...hummm..."aquí hay gato encerrado". Vaya si lo había. La Ruta del Vino es la tienda (virtual y en tres dimensiones también) de Philippe Cesco, un tipo de sobras conocido entre los profesionales, del que un amateur como yo había oído hablar pero que no conocía personalmente. Francés afincado en Cantabria hace veinte años, apasionado también de los vinos naturales (no, no voy a redefinir qué es eso), su tienda es una cueva de maravillas: Selosse, Huet, Bellivière, Joblot, Schaetzel, Simon Bize, y mucho interesante sobre todo del tercio norte peninsular (centro, sur y este, menos). Hombre tranquilo, muy sabio, se deja guiar por sus gustos y por la calidad. Tiene una gran selección en la tienda. Me regaló una hora deliciosa de conversación, me explicó detalles de todas las botellas que me interesaban y unas cuantas estarán ya viajando a Barcelona para hacer las delicias de un servidor.
Santander: ¡como para tardar otros veinte años en volver!
La foto de la bahía de Santander es de hablaconluis.

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