La sierra peruana tiene riscos, hielos eternos en sus cumbres nevadas, el clima seco, el cielo azul y un frío que penetra en los huesos aunque se usen anoraks. Para ese clima es preferible ropa de lana de alpaca y los famosos ponchos, cubrirse la cabeza con los chullos y usar guantes tejidos, igualmente, de lana. Los indios —llamados así por culpa de Cristóbal Colón—, parecen inmunes al frío o al cansancio. Corren, juegan al fútbol y respiran sin esfuerzo, pero yo, a una altura de casi cuatro mil metros, tenía un dolor de cabeza, que ya no podía soportar. Y todo porque deseaba internarme en las serranías, conocer de cerca la vida de aquellas gentes que al llegar a la capital parecían parte de una decoración anacrónica y perturbadora, porque eran tratados como un estorbo, porque los limeños a pesar de no distar mucho de ser fisonómicamente iguales a ellos nos creemos superiores, y porque es el legado que nos dejó el virreinato español. «Somos criollos», decimos con orgullo, como si serlo mereciera una medalla.Agotado, fui a la camioneta de doble tracción que había alquilado y me senté ante el volante. Una indiecita, lo digo en diminutivo porque era bajita, se me acercó con una taza de peltre.—Tome, patroncito.Con cierto asco miré el líquido de color marrón verdoso que me ofrecía. La taza con visos de haber sido utilizada varias veces, tenía los bordes manchados.—¿Qué es?—Coca. Agua de coca. Es buena pal soroche.Sus ojos negros almendrados se me antojaron los más bonitos que había visto. Solo por eso recibí el brebaje. Lo tomé de un solo sorbo hasta el final para no tener que arrepentirme. El líquido tibio pasó por mi garganta y le devolví la maltrecha taza.—Gracias.Una sonrisa de dientes blancos transformó su rostro y me fijé que su piel de color canela hacía juego con su cutis suave, sin imperfecciones.—¿Quieres subir? —me atreví a preguntar.—¿Adónde, patroncito?—Pues a la camioneta.La muchacha dejó de observar el cerro cercano y me miró con cierta picardía. Abrí la puerta y ella subió. Empecé a sentirme mejor, creo que por efectos del agua de coca. Dentro hacía un clima agradable. El parabrisas empezaba a empañarse.—¿Cómo te llamas?—Antonia Quispe, para servirle.—Yo soy Alex. Tendí la mano y ella la apretó gustosa. Sentí su piel caliente como un alivio a mis huesos y la retuve más tiempo del acostumbrado. Antonia pareció darse cuenta y puso su otra mano sobre la mía. Sorprendido, miré su rostro y capté sus deseos. Caía el sol ocultándose tras uno de los tantos cerros que nos rodeaban y la gente empezaba a retirarse. Las llamas y alpacas en un rebaño desordenado, desaparecieron tras un recodo siguiendo a sus dueños y quedamos solos y en silencio.—¿Son tus parientes?—Sí. Mi taita y mis hermanos Juanito y Nepomuceno.—Ah. No hallaba qué más decir. Un calor en mi bajo vientre empezaba a nublar mis pensamientos y solo podía concentrarme en sus labios, sus ojos negros y sus ademanes. Se quitó la gruesa chompa de lana que cubría una también gruesa camiseta y dejó al descubierto dos pechos esplendorosos. Lo demás se lo pueden imaginar, no necesito contarlo. Desde ese día cada vez que alguien me ofrece agua de coca la recibo sin aspavientos. La última vez fue un chico un poco fornido, pero no me importó.
B. Miosi