Revista Literatura

* santos en camiseta

Publicado el 05 diciembre 2010 por Chinopaper

Al atardecer, la plaza cambia de rostro. Atrás queda el desfile de vendedores de globos y pirulines, de maridos que aprietan el paso para llegar temprano a casa, de perros fieles que arrastran viejos amos, de tabloides leídos por esposas aburridas, de ancianos que esquivan el tiempo, de rodillas sucias que patean pelotas de goma; y llegan las sombras. Desaparece la selva tropical y asoma la jungla áspera, intrigante; la sonrisa amable da paso al gesto burlón y macabro del después de hora. Siluetas sin cara apoyan la espalda contra los árboles, merodean los senderos con las manos en los bolsillos, caminan sin hacer ruido. Los pájaros duermen entre las ramas y preparan las golas para la mañana siguiente. Sombras clandestinas vagan sin prisa, buscando rincones para el amor, acechando desprevenidos, armando y desarmando destinos propios y ajenos. Cuando no hay viento se puede escuchar claramente el susurro de las pirañas. Sentado en un banco alejado de la vereda, desde donde podía ver con claridad las figuras de los sátiros que adornaban la fuente principal, yo era una sombra de jueves más.

En medio de aquel cardumen voraz distinguí a la distancia el paso inconfundible de Cairo. Tiene un andar contradictorio, cansino y enérgico al mismo tiempo. Parece que se moviera solamente de la cintura para abajo; las piernas como resortes y el torso estaqueado, como si no acusara recibo de la orden de movimiento. Cairo camina rápido pero no se nota. Pocos metros antes de llegar hasta el banco, cobijado por el follaje de los sauces, pitó su cigarrillo y me sonrió. La sonrisa de Cairo es una de esas experiencias que uno desearía olvidar al instante.

-   Vamos. – me dijo amablemente, haciendo un gesto con la mano.

Cairo no saluda, para él cualquier forma de cortesía y buenos modales es una pérdida de tiempo, lo superfluo lo estorba. Cortamos la plaza en diagonal por un caminito estrecho y salimos por Anchorena, doblamos en Córdoba y nos metimos en un bar.

Cairo tiro un puñado de maníes en su cerveza y chasqueó la lengua al tiempo que soltaba el humo por la nariz. Me miró fijo un momento como buscando la manera correcta de decirme algo. Yo lo miré y me troné los dedos. No dijo nada y pinchó un cuadradito de mortadela. Terminamos la tablita de fiambres en silencio, relajados, mirando con aire ausente las mesas, los mozos, las luces, los reflejos de los autos en el ventanal, la barra con la chopera, las manchas de grasa y aceite que decoraban los manteles, los cuadritos de flores en las paredes; por un momento me sentí parte de un paisaje inmóvil, como protagonista secundario de una foto minúscula en una revista gastronómica de baja tirada. En una mesa cerca de la puerta, un chabón de bigote y musculosa que no pasaba de los treinta nos relojeaba con disimulo de vez en cuando. Cuando el mozo nos puso delante la cuarta birra, la figura desgarbada y lánguida de González atravesó la puerta y recorrió el bar buscándonos con la mirada. El tipo de bigotes ni lo miró.

-   Ahí está el pelotudo ese.- se fastidió Cairo.

-   Temprano. – dije.

-   Siempre llega temprano porque está al pedo.- resopló por la nariz.

González se arrimó, agarró una silla de otra mesa desocupada y se sentó con nosotros. El mozo hizo como que no lo vio y se escondió atrás de una columna. Cairo miró la hora y golpeó con el índice el reloj, asegurándose de que el segundero funcionara correctamente.

-   A veces se me para. – dijo.

-   Voy a mear. – avisé sin necesidad.

-   No, acá no. – me dijo Cairo muy serio pero sin mirarme. – Aguantá. -

-   ¿Por qué acá no? Quiero mear.-

-   Porque esta zona está llena de putos. –

-   ¿Y? –

-   Aguantá. -

-   ¿Me estás jodiendo? ¿Qué me importa que sea zona de putos? Yo no soy puto. -

-   No se va a mear al baño de un bar de putos. –

-   No es un bar de putos. Es un bar. –

-   Es lo mismo, hay putos. -

-   Bueno, entonces acompañame y no me rompas más las bolas, si tanto te preocupa. –

-   Ni loco, van a pensar que somos putos. Mirá el bigotudo ese cómo te carpetea. –

-   Voy a mear. – dije y me fui para el baño pensando en la larga noche que nos esperaba.

Evidentemente la llegada de González malhumoró como siempre a Cairo. El problema entre ellos venía desde hace tiempo, desde el incidente del tenedor. Se trataba más bien de un problema unilateral, porque González desconocía (o pretendía desconocer) el disgusto y desagrado que el marco estúpido de sus anteojos, el pelo enrulado como virulana, la ropa limpia y planchadísima, el olor a Pino Silvestre, los zapatos abotinados, la boca fina y viscosa de reptil, la voz ridículamente aniñada, cada rasgo infame de su persona, producía en Cairo.

Cuando volví a la mesa González se sonaba los mocos con un pañuelo a cuadros marrones y celestes. Enfrente tenía una taza té. Cairo no lo miraba ni le hablaba, estaba sentado de costado, con las piernas cruzadas, mirando para afuera como si estuviera solo y jugaba con un cigarrillo apagado entre los dedos. Hacía rato que los tres no pasábamos un rato juntos, cosas de la vida. Los mejores amigos atraviesan esos períodos con naturalidad. A diferencia de las mujeres, que no comprenden la naturaleza del vínculo, nosotros, los compadres, nos apoyamos en una red elástica que no importa cuánto se estire ni cuánto se alejen sus extremos, nunca se rompe; y por sobre todas las cosas, nos brinda la tranquilidad absoluta de que apenas necesitemos cerrar filas para templar el ánimo o el espíritu, basta una sola palabra para que la distancia desaparezca de un chicotazo. González era un salame y un inútil, pero siempre estaba cuando se lo necesitaba, y Cairo era Cairo. Ese jueves de julio, de bufanda y llovizna, sentados a la mesa de un bar de putos, los tres remontábamos la noche empujados por el único valor intrínseco que sostiene a la amistad: la lealtad.

Una semana antes, con sólo una mirada, habíamos firmado un acuerdo tácito. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

-   No es un chiste, es en serio. – dijo Juancito bajando la mirada y la voz.

-   No puede ser, dejate de joder. – repuso Cairo sin dejar de mirar el partido.

-   En serio. –

-   ¿Nada, nada? – pregunté yo.

-   Nada.-

-   Pero nada de nada…¿nada? – repetí incrédulo. Juancito era la persona más sincera que conocía, casi nunca mentía y no tenía demasiado que ocultar, tal vez por eso podía atravesar ese momento humillante para la mayoría con envidiable hidalguía.

-   No. –

-   No, me estás jodiendo. – y esta vez Cairo sí dejó de mirar el partido y bajó el volumen del televisor. – ¿Nada de nada? ¿Cómo puede ser? ¿Nunca te la chuparon? ¿Un favorcito? ¿Una lamida aunque sea? ¡Por lo menos decime que te la tocaron un poco!

-   No. – Juancito miraba el partido sin mover un músculo.

-   ¿Pero cómo puede ser? ¡Te vas a morir a pajas! Decime por favor que algo tocaste. ¡Una teta, un culo, algo! –

-   Y…algunas tetas sí. –

-   Cairo… – dijo González con voz finita.

-   Shh… Bueno, quedate tranquilo pibe, esto se resuelve fácil. Dejámelo a mí. –

-   Cairo… -

-   ¿Qué mierda querés? –

-   Yo conozco un lugar. – sonrió González mientras terminaba el mate haciendo ruido.

-   Me da vergüenza. – murmuró Juancito. Pero a nosotros no nos daba vergüenza, ni lástima, ni risa, ni nada. Teníamos una misión que cumplir.

-   Listo, no se hable más. – cerró la conversación Cairo. – Subí el volumen que ya termina. -

Así de simple, mirando los goles de Batistuta en la Copa América nos enteramos de la suerte injusta de Juancito. Veintitrés años sin conocer la cara de Dios, una desgracia que si no se revertía pronto podía causar estragos en el resto de su vida. Nosotros sabíamos bien que nadie tenía el éxito asegurado por coger más o menos, pero también sabíamos que para sobrellevar la angustia, la ansiedad y la desazón de crecer, no hay nada mejor que hundirse entre las piernas flameantes de una mujer.

Parado en la vereda, con un gorro de lana marrón y blanco un poco chico para su cabeza, Juancito nos hizo señas a través del ventanal del bar. Pagamos rápido y salimos. El lugar que conocía González quedaba a unas pocas cuadras. Caminamos despacio pero decididos. La humedad y el rocío habían convertido a las baldosas y al asfalto en una resbaladiza trampa mortal. González y yo íbamos adelante, cuidando de no pisar ninguna baldosa floja; tres pasos más atrás, Cairo traía abrazado del cuello a Juancito.

-   Hoy debutás, pendejo. ¿Estás contento? –

-   No, estoy cagado en las patas. –

Cada tanto se escuchaba chirridos de frenadas. Pensábamos en las caras de espanto de los conductores, y en lo que se les estaría cruzando por la cabeza cuando el auto se les iba de cola en la avenida o los frenos tardaban en responder. El olor a hormigón mojado me producía una sensación extraña que se me alojaba en la nuca y en las palmas de las manos. Cuando llegamos a la puerta del Bam Bam, esa sensación me llegó hasta los dientes. “Pool – Tragos – Videos”, rezaba el cartel de neón arriba de la puerta, y más abajo, en azul, naranja y amarillo, “Bam Bam -  El Original”. Cairo me miró. Yo lo miré. Ambos miramos a González. Todos evitamos mirar a Juancito. Claramente el criterio de selección de González dejaba mucho que desear, pero él parecía no hacerse cargo, incluso mantuvo la sonrisita de yeso cuando Cairo lo fulminó con la mirada. La ilusión debe ser lo anteúltimo que se pierde. De todos modos nunca fuimos de retroceder, menos aun cuando se trataba de una cuestión de honor como esa. Cuando atravesamos la puerta de ese escabroso lupanar supimos que caminábamos por una cornisa resbalosa, y que corríamos el riesgo de patinar igual que los autos que habíamos escuchado apenas unas cuadras atrás.

El interior era como cualquier interior, pero más áspero. No nos importó el olor a perfume barato y porro que se nos coló de golpe y nos produjo cierto mareo, ni el sudor pestilente que empapaba el cuello de la camisa del barman; tampoco los dos peruanos que pulseaban en una mesa rodeados por otros tres que vitoreaban como si fuera el campeonato del mundo. Tan enfocados estábamos en nuestra misión que ni siquiera nos llamó la atención el piloncito de estampitas que descansaba sobre la barra; San Expedito, San Cayetano, el Gauchito, Ceferino, pero ni una santa, ni siquiera la Difunta. Pudiera ser que los llamados de fe fueran considerados cuestión de género, quién sabe. No era nuestra preocupación. Queríamos las minas, queríamos carne, saber qué clase de mercadería ofrecía el Bam Bam. Cairo soltó un suspiro fétido y nauseabundo, mezcla de tabaco, cerveza y mortadela; Juancito estaba mudo, mirando el piso, y González insistía en que confiáramos en él. El Bam Bam tiene garantía, nos dijo, no falla nunca; pasar por el Bam Bam es como un segundo bautismo, o tercero, o cuarto, o quinto, no importa, salís hecho un hombre nuevo, agregó. Y entonces entendí las estampitas.

Cairo cruzó dos palabras con un tipo de camisa roja. Al instante el tipo nos hizo avanzar un poco más al fondo, donde había una plataforma de unos cincuenta centímetros de alto. Corrió una cortina de pana que tapaba un lateral, chifló tres veces y aparecieron las chicas. Todas en tanga, tacos y tetas; algunas combinaban el color. Empezaron a bailotear y a girar fuera de ritmo, dedicándonos sonrisas y lengüeteos ensayados. Los cuatro nos quedamos embobados como vaca que mira el tren.

-   Lo mejor del mercado, muchachos. ¡Lo mejor! – nos dijo el tipo de camisa roja. – Aquellas cuatro son dominicanas, y las dos de más acá llegaron ayer de Puerto Rico. ¡A estrenar! Elijan, elijan nomás. – Le puso tanto entusiasmo que casi le creímos lo del estreno. Por otro lado, nos alivió saber que contábamos con la fraternidad y experiencia centroamericanas. Más de una vez, en otras noches tal vez más oscuras que esa que transitaba, otras hermanas caribeñas nos habían hecho ver las estrellas bailando la rumba del colchón.

González, Cairo y yo miramos a Juancito con cara de “¡mirá a qué lugar te trajimos, eh!”, y levantando el mentón lo apuramos para que se decida por alguna. No parecía muy convencido.

-   Qué se yo, cualquiera. Esa. – dijo.

-   No. – lo corrigió Cairo. – Esa no. Aquella, agarrá aquella. – agregó señalando con la cabeza a una morocha petisa pero contundente que tenía mejor delantera que Brasil del 70. Parecía que llevaba colgando dos cabezas de enano en una bandeja.

-   Dejalo elegir a él, Cairo. Es su momento, su noche. – me acuerdo muy bien que intervine a favor de Juancito. Y de la misma forma en que me acuerdo muy bien lo que le dije, me es imposible olvidar su respuesta, esas palabras que aún después de tanto tiempo me acompañan como una enseñanza fundamental, y que me fueron tan útiles y reconfortantes a lo largo de toda mi vida. Me puso la mano en el hombro y me separó un poco para que Juancito no escuchara, me miró fijo, y con calma paternal me iluminó el camino.

-   Mirá, mirá bien. Tiene que ser esa, no hay otra. Es la más tetona de todas. Las tetonas gritan como locas en la cama, y cuando te las estás cogiendo te sentís un campeón. Y este pibe tiene que debutar como un campeón. –

Con esa lógica implacable y bondadosa me dejó sin réplica. Volvimos al lado de Juancito, que seguía parado a un costado de la plataforma y tenía los ojos como el dos de oro.

-   Elegite esa Juancito, es una máquina. – apoyé a Cairo con convencimiento. Juancito asintió sin reparos, no le iba a dar muchas vueltas al asunto.

-   ¿Dónde se metió el pelotudo este? –

Apenas el vozarrón de Cairo terminó la frase, González apareció trayendo con envidiable habilidad tres vasos de whisky y una Coca.

-   ¿J&B? –

-   Smuggler. –

-   ¿Y la Coca? –

-   Para Juancito. No vaya a ser que se ponga en pedo y después no le funcione el muñeco. Lo traumamos. –

-   Sos un fenómeno. – le dije y agarré mi vaso.

Juancito desapareció tras la cortina de pana, con la cortita que lo arrastraba del brazo derecho, y con el vaso de coca en la mano izquierda. No miró para atrás ni una sola vez. González y yo nos acodamos en la barra a esperar, jugando con los hielos de los vasos. Sospeché que eso ni siquiera era Smuggler. Cairo se quedó conversando con el tipo de camisa roja. Cairo hablaba, señalaba a las chicas, nos miraba a nosotros y palmeaba en el hombro al tipo de camisa roja. El tipo asentía y sonreía. Así durante cinco minutos. Después el tipo devolvió las palmaditas a Cairo, le hizo una seña al barman, y se sentó, desentendido, en una mesa que rebalsaba de botellas vacías, junto a un viejo de camiseta. Cairo caminó hasta la barra con la sonrisa dibujada y el vaso vacío.

-   Listo, todo arreglado. Este tipo es buena gente. –

-   Yo te dije, este lugar no falla. – se agrandó González, su aporte a la causa parecía ir sobre rieles. – ¿Negociaste el billete? –

-   Sí, papá. Alcides necesita que se corra la voz sobre las chicas nuevas. – se refirió Cairo al tipo de camisa roja. – Si la ponemos todos nos hace una rebaja. Es como si le hiciéramos el control de calidad. Total, mientras esperamos al pibe nos podemos echar un polvito, ¿no? – Prendió un cigarrillo y giró hacia la plataforma. Las chicas seguían ahí arriba pero ya no bailaban, cuchicheaban entre ellas y mascaban chicle.

-    Yo quiero esa, mirá el culo que tiene. Se parece a mi tía. – dijo González con vos de pito.

-   Vos sos un enfermo. – lo increpó Cairo lanzando una bocanada que quedó suspendida entre los dos.

-   Vos no conocés a mi tía. – le retrucó González y enfiló para la tarima alargando los brazos hacia la caribeña que le despertó el amor filial.

Cairo y yo elegimos dos que nos parecieron las más jóvenes y las menos baqueteadas. Parecían recién vueltas del viaje de egresados, pero supusimos que tenían arriba de veinte y que los aires del caribe las mantenían en muy buen estado. Por las dudas no preguntamos si teníamos razón. El viejo de camiseta y Alcides jugaban al dominó y soltaban carcajadas que por momentos tapaban la música de fondo. Las típicas carcajadas de la gente que está de vuelta, que vio demasiadas cosas, que disfruta hasta lo profundo las cosas más pequeñas. Mientras traspasaba la cortina de pana de la mano de la pendejita, envidié la frescura de esas risas, me imaginé sentado a la mesa de dominó, colando el doble seis, pero supe que todavía me faltaba una vida para poder reírme con ellos.

Veinte minutos después, cuando volví al salón, Juancito y González estaban sentados en una mesa. Los peruanos se habían ido. El olor a porro seguía siendo persistente pero yo estaba inundado del aroma a puta nueva. González tenía la frente apoyada en la mesa y los brazos colgando, lloraba y gemía como en un velorio. Juancito tomaba una cerveza, tenía el semblante sereno y los ojos brillantes.

-   Dame un faso. – le dije cuando me senté a su lado. – Y, ¿cómo te fue? –

-   Genial. Era una máquina, me reventó. Estoy hecho mierda, se me aflojan las patas. Una fiera la petisa. –

-   Bien, bien, ¡me alegro! ¡Grande Juancito! – grité y lo abracé. – Dame un faso, dale. –

-   No sabés como gritaba. Creo que le gusté. – me dijo contento. Me dio un cigarrillo y lo encendió haciendo pantalla con la mano.

-   Mi tía…mi tía…- lloraba González desconsolado. –

-   ¿Y a este que le pasa? –

-   Nada, está borracho. Cuando salió ya estaba regulando. – me ilustró Juancito.

Esperamos a Cairo, que salió al ratito con el sobretodo en la mano. Juntamos la guita y nos despedimos de Alcides a los abrazos y risotadas. Estaba más contento que nosotros, y nos hizo jurarle que íbamos a volver el fin de semana. Llegaban más chicas, nos anunció con un guiño. El viejo de camiseta nos abrió la puerta y nos dio una estampita a cada uno. A mí me tocó San Antonio. En la vereda, el frío nos sopapeó y nos recompusimos del embotamiento. González apenas podía tenerse en pie, decidimos hacer tiempo en el bar hasta que se recuperara, nadie tenía responsabilidades que enfrentar al otro día.

En el televisor del bar estaban dando la repetición de Argentina – Brasil de la semana pasada. Pedimos tres submarinos, un café doble para González, y un tostado de jamón y queso para cada uno. A esas horas, cerca de las dos de la mañana, las sombras van y vienen, los pajaritos duermen inflados en las ramas de los árboles, los perros trotan por el barrio revolviendo las bolsas de basura, los semáforos regalan ondas verdes; los más afortunados sueñan debajo de acolchados de plumas, los menos, se la rebuscan entre cartones. Juancito es un hombre, González es un salame, y Cairo es Cairo. Se iba una noche más, y no nos importaba, porque a nadie teníamos que demostrarle nada. Estábamos donde queríamos estar. No hablamos mucho, nos comimos el tostado y vimos otra vez el partido entero. Gritamos los goles y todo.

 


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