“Me gusta mi cuerpo cuando está junto al tuyo”. E.E. Cummings
Ya tenía sacado el pasaje. Volvía esa misma noche. Sin embargo me perdí en los ojos del río Santa Lucía, en la bocanada de aire tibio que salía desde los senderos ensombrecidos por la vegetación desbordante. Dicen los lugareños que el sapucay es como una lágrima -Antonio Tarragó Ros-, pero en realidad es un grito. Lágrima y grito. Grito y agua. Agua y ausencia.
Dejé el pasaje en otro compartimento de la mochila, suponiendo que de tener a dónde volver, ya lo resolvería.
Me senté un poco retirado de los lugareños y habitantes del río, con sus casas móviles que dependen de la creciente. Y pensé, en lo fácil lo hacían. Podrían vivir en cualquier otro sitio, pero estaban entregados al río de una manera que a simple vista no tendría explicación, salvo que lo ames. Ante las crecidas se retiran, y luego, con el agua de vuelta a su cauce, arrastran todo nuevamente a la orilla.
Mirá si no podrían vivir más estables, más secos, más seguros en alguna otra locación, en una casa prefrabricada en el pueblo, con un cordel para la ropa en el patio y un perro.
Dependían de la cuenca del río para moverse, como las mareas de la luna, la mujer del ciclo menstrual, como el hombre del deseo, o el escritor de la intensidad emocional.
Pensé en lo fácil que es adherirse a los ciclos sin resistencia. Asimilar que un cuerpo es sólo un cuerpo, hasta que otro lo enciende.
Que una tarde cualquiera, el paisaje puede ser insulso o perfecto. Que el brillo en la mirada se enciende solo, pero no sin mecha.
Pensé en la no resistencia, en el ser, en el aceptar el curso, el cauce, el destino.
En lo fácil que es rendirse. En lo difícil que lo hacemos.
Ya era muy de noche. El ruido circundante era una especie de coro de insectos y otros seres vivos desconocidos para mí. Grité y lloré. Sapucay.
Faltaba mucho para emprender el regreso.
Patricia Lohin
Foto: Olia Paspalaki
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