... un pueblo, un sovjos decadente e improductivo, la posibilidad de una estafa, la degradación moral de todos los habitantes de ese pueblo, el alcohol, el sexo o el suicidio como única vía de escape, arañas expectantes que no cesan de tejer la telaraña que ha de inmovilizarlo todo, un médico que observa el comportamiento de sus convecinos como un entomólogo observa a sus criaturas, una Hungría comunista que se desmorona, un charlatán de pico de oro vendiendo la moto de empezar de nuevo, en otro lugar, en otro sovjos, el último tren, una nueva utopía, la capitalista... Largos planos secuencias, unas veces con steady-cam, otras con travelling, siguiendo a los personajes por calles o caminos desolados, como si esos personajes tuvieran un horizonte en su vida; o simplemente una cámara fija, detenida, como detenido está el tiempo con Béla Tarr, componiendo un plano a menudo frontal, cuasi teatral, pero no necesariamente bien centrado (esas futesas son lo de menos), asistiendo impertérrita a toda la miseria desplegada por esos mismos personajes, sucios, malolientes y harapientos. Blanco y negro. Primeros planos de actores meditabundos. La historia que avanza y retrocede, como en un tango. Diferentes perspectivas para una misma decadencia. Profundidad de campo, montaje dentro del plano. Nihilismo, determinismo y, al final, la condición humana, siempre la condición humana. Pero, sobre todo, el viento, el frío, la lluvia, el barro... ¿qué otra cosa es la vida al fin y al cabo? Béla Tarr, «Sátántangó», siete horas de cine en estado puro...