Sabido es que la música andina es esencialmente melancólica, no carente de ritmos alegres, pero en el fondo siempre arrastra esa latente melancolía. La vida duele aunque a ratos sea salpicada por momentos felices. Son los Andes como sempiternos carceleros que comprimen la existencia de sus gentes. El hombre ha de sentirse minúsculo, insignificante ante colosales montañas. Las nieves eternas son refugio solamente de dioses. Y las inacabables pampas son dominios exclusivos del viento. Es austero el paisaje y el frio deja sentir su huella en esos rostros cobrizos y curtidos. La vida es un continuo bregar contra los elementos. El aire enrarecido parece disminuir el paso del tiempo, pesan los hombros a grandes altitudes. El suelo yermo apenas permite la subsistencia, escarbar cada producto se hace menester. Toca trepar, el horizonte siempre cuesta arriba. O perderse en sus entrañas para arañar una pausa al destino.
No ha habido artistas dentro del folclore nacional que hayan sabido reflejar mejor esta lucha entre el hombre y la naturaleza que el grupo Savia Andina. La nostalgia, la tristeza y el sentimiento herido desbordan todas sus canciones. Cantores de los sectores populares, de los más desfavorecidos, de los olvidados de siempre. De los que los luchan a muerte con la vida, como los mineros. De los ancianos que se resisten a morir, descuidados por una prole desagradecida. De las mujeres que sacan la familia adelante ante la ausencia del marido, accidental o por irresponsabilidad cobarde. De los aventureros que se internan entre el vaivén de las llanuras insondables y los cerros traicioneros, como los camioneros. En fin, del arte de sobrevivir cada día. Savia Andina lleva en sus venas toda esa poética del sufrimiento; han sabido destilar como nadie la esencia de los sectores trabajadores, sus vivencias, sus carencias y su actitud ante la vida, con la pobreza a cuestas como pesado fardo, pero con la fisonomía digna.
Alguna vez he visto por la calle al vocalista de este grupo, ya canoso el hombre, pero sencillo como cualquier paisano a los que reivindica con su canto. El hombre camina con tanta humildad, despojado de ese aura de estrellas que tienen algunos por solo hacer sonar la flauta. He sentido el impulso de acercarme e ir a estrechar su mano, pero me he contenido para no perturbar su tranquilidad. Los maestros como él merecen silencioso respeto, a la distancia. Casi cuarenta años de trayectoria bien llevada, sin alharacas, sin excesos, sin ruidosas cacofonías. He crecido con sus canciones sentidas, y no pocas veces, me he emocionado intensamente a pesar de ser un testigo circunstancial de los hechos. Hay cosas que duelen, por mucho que a uno no le toquen directamente.He aquí unas canciones por las que circula la savia dolorosa de este país:
1.- El minero.- Como en Bolivia existen apenas industrias -aunque para algunos estamos a punto de lanzar astronautas-, el minero es sinónimo de obrero. Infatigable escarabajo de los socavones en los que está dispuesto a dejarse los pulmones por una paga miserable. No se puede explicar la historia de Bolivia sin la presencia de la minería, para bien o para mal, sus venas abiertas han alimentado la codicia de otras partes del mundo, dejando como recuerdo montañas de cascotes y pueblos azotados por la miseria y el óxido.Este grupo, como genuino hijo de Potosí ha sabido plasmar naturalmente las vicisitudes de los mineros. Atentos al fragmento en quechua, que es la parte más profunda del homenaje, y que me permito traducir, pero sin alcanzar la expresividad de esta dulce lengua: Minero soy de mi pueblo/ como minero sólo sé vivir/ no tengo nada en esta vida/ sólo mi corazón te he de dejar…
2.- Mujer obrera.- Muy relacionada al tema anterior. Al escuchar esta canción, pienso inevitablemente en las mujeres, algunas niñas, que desempeñan diversos trabajos en las minas. Principalmente, el caso de la Palliri (recolectora, en quechua), esa mujer que encorvada por el tiempo y por la durísima faena, empuña un mazo para desmenuzar los restos de mineral que quedan en los desmontes a la salida de las bocaminas. Con un manto enganchado a la espalda como única protección contra el durísimo clima y las manos agrietadas va seleccionando con habilidad el metal para luego ir a venderlo a los rescatadores. Casi siempre son mujeres viudas, obligadas por la tragedia.
3.- ¿Por qué estás triste?.- Hermoso homenaje a las gentes viejas y sufridas que pueblan este país. Aquellos seres de rostros cuarteados por las arrugas, que cotidianamente subsisten a duras penas, en medio del olvido de los gobernantes y de sus familias, a veces en total soledad y en condiciones precarias. Por si fuera poco, no pocas veces oímos, casos de hijos malnacidos que expulsan de sus humildes moradas a sus padres ancianos con tal de quedarse como dueños. Tal parece que la vejez se ha convertido en una lacra como la miseria.
4.- El K’alanchito.- Tierna y sobrecogedora confesión de un progenitor irresponsable con su hijo. Homenaje a todos aquellos niños desvalidos, desatendidos, “desnudos” ante la vida. El “k’alanchito” es una estampa frecuente en el campo y aquellos pueblos o barrios empobrecidos, abandonados a la suerte de dios. Si algún ocasional viajero se asoma por ahí, nunca faltarán pequeños niños semidesnudos que se paran en la puerta con la mirada inquisitiva. Retrato crudo del estado actual de la infancia: miseria y desnutrición por todos lados.
5.- Mi Socio.- Narra las aventuras de un camionero y su ayudante, un muchacho de los llanos orientales. Fue la banda sonora de Mi Socio, una road movie de los inicios de los ochenta, plena de significado porque ponía al descubierto esa rivalidad que siempre hubo entre oriente y occidente. Entre grandes hallazgos, sin embargo, se imponía la realidad generando lazos de unión, a pesar de las diferencias. Alguna vez, de chico, he viajado en esos picudos camiones Volvo como el de la película, cargados a tope y a ritmo de tortuga por las complicadas rutas nacionales. Era un placer ir recostados sobre la carga, ajenos a los traqueteos y peripecias del viaje.