Andaba sin rumbo fijo por un camino cualquiera, inmerso en un monte de árboles añosos que se mecían con la brisa. Más lejanos, unos cerros limitaban el espacio que se nos brindaba a los verdes habitantes sujetos al suelo pedregoso y a mi presencia humana capaz de elegir su rumbo.
Al acercarme a la enorme copa poblada de hojas, de flores y quizá de frutos, atraído por un rumor que parecía susurrar mi nombre, las ramas también parecieron aproximárseme, buscando tener un contacto directo de su corteza con mi piel.
Lo hizo con mucho cuidado, como con ternura, de modo de no lastimarme. Sin embargo, el tamaño del árbol era tan desmesuradamente superior a mi pequeñez que estiré un brazo para protegerme temeroso de ese gigante vegetal. Fue tal vez un movimiento torpe de mi parte que provocó que la rama más cercana se quebrara e hiriera levemente mi brazo. Esta acción logró que brotaran unas gotas de sangre de mi cuerpo y unas gotas de savia del de él.
No sentí dolor alguno por la herida que me autoprovocara. No sé si el árbol sintió algún dolor. Pero luego de que mi sangre y su savia se mezclaran, una sensación de profunda paz me invadió o quizá nos invadió a los dos.
El rumor que parecía susurrar mi nombre se hizo más claro y definido, repitiéndose unas pocas veces hasta que calló. La rama que había llegado a mi cuerpo se apartó lentamente, como reuniéndose con sus iguales que permanecían en sus posiciones originales balanceándose por influjo de la brisa que persistía.
Busqué la marca que en mi piel debía haber quedado pero no la hallé. El árbol y yo habíamos tenido un contacto en el que, de alguna forma, pequeñísimas porciones de nuestro fluidos se habían fusionado para que en el sentido bíblico nos conociésemos.
Desde ese día, hablo con los vegetales y ellos me responden. Nos comprendemos como nunca antes. Porque seguramente aquél gigante añoso sabía cuál era el secreto y supo provocar que ocurriera en un camino cualquiera, entre él, un árbol cualquiera, y yo, un humano cualquiera que dio en pasar por allí y que respondió al susurro de su nombre.
Daniel Galatro
Esquel - Chubut - Argentina
Enero 13 de 2016.